Viernes de la Octava de Pascua
(Hch 4, 1-12; Jn 21, 1-14)
Queridos hermanos:
Como a los apóstoles, también a nosotros se nos ha manifestado el Señor a través del Kerygma que nos ha congregado, después de la dispersión que ha producido en nosotros el escándalo de la cruz, y nos ha enviado a testificarlo en el mundo sobre todo con nuestra vida, y nos llama a unirnos a la alabanza celeste. “Se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades”.
Jesús sigue apareciéndose y
manifestándose. Nosotros no podemos pretender que se nos aparezca pero debemos
esperar que se nos manifieste, a través del testimonio que da el Espíritu Santo
a nuestro corazón mediante la predicación de la fe, que es superior al testimonio
de los sentidos. Muchos testigos vieron al Señor resucitado y no lo
reconocieron, y muchos aun viéndolo dudaban.
Entre la Pascua de Cristo y la
nuestra, hay todo un camino que recorrer para ser constituidos sus testigos.
Por eso necesitamos que él se nos manifieste mediante el testimonio del
Espíritu Santo, que Cristo ha resucitado, que es el Señor, y que somos hijos de
Dios. No deben, por tanto, escandalizarnos nuestras miserias, que subsistirán
precisamente “para que se manifieste que lo sublime de este amor, viene de
Dios, y que no viene de nosotros.”
Los
discípulos que han vivido con Jesús, van a comprender pronto que su vida ya no
será la de antes. Cristo que viene a renovar todas las cosas, comenzará
renovando el ser y la existencia de sus discípulos, que sin él carecerán de
sentido. Su trabajo, su familia, y su misma pertenencia a su pueblo, adquieren
un nuevo significado. Son personas nuevas y llevan consigo un mundo nuevo que
debe ser instaurado en el corazón humano. Movidos por el viento del Espíritu,
tienen un nuevo origen y una meta que es Cristo, alfa y omega de la historia.
Cristo
es ahora su alimento, y en su nombre, el fruto de su trabajo será abundante,
siendo pescadores de hombres, sal de la tierra y luz del mundo. La creación
entera los aguarda anhelando su manifestación, para ser regenerada y bautizada
de Espíritu Santo, mientras la muerte da paso a una vida eterna, en la libertad
de los hijos de Dios.
“Cuando ya
amaneció, estaba Jesús en la orilla”. Para san Juan, Cristo es el Día, la luz;
cuando aparece Cristo es de día, y apartarse de Cristo es entrar en las
tinieblas de la noche. Cuando salió Judas del Cenáculo, subraya Juan: “era
de noche” (cf. Jn 13, 30). Cristo es
el Día, que por nosotros entra en la noche del alejamiento de Dios para
iluminarla con su resurrección, rompiendo las ataduras de la muerte que nos
separaba de él.
“Aquella
noche no pescaron nada.” El trabajo de los apóstoles no da fruto hasta
que la luz de Cristo se hace presente: «¡Es el Señor!». “Trabajad mientras es de día; llega
la noche cuando nadie puede trabajar”. Sólo el Padre, que es luz, y “en
él no hay tiniebla alguna”, puede trabajar siempre; “mi Padre trabaja
siempre”, dice Jesús, porque ama siempre; en él
no hay sueño, ni noche, sino sólo día y luz y vida; cada día renueva la
creación, en una “evolución”, que es amor en constante creación. “Haces
la paz y todo creas. Tú que iluminas la tierra y todos sus habitantes, que
renuevas cada día la obra de la creación” (bendición
sinagogal).
“Pedro sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres”.
Con Cristo, el trabajo del amor,
mientras es de día, da fruto abundante. Podemos hacer una gematría con las cifras de esta plenitud del número 153, que
corresponde a: “iglesia del amor”. La red que recoge estos peces será pues,
“comunidad del amor”, y de la comunión, que no puede ser rota, porque: “aun
siendo tantos, no se rompió la red”, cuando fue sacada a la “orilla”, donde
termina el mar, figura de la muerte; donde termina el tiempo, y los peces han
sido separados; los buenos de los malos. Para san Jerónimo los 153
peces, plenitud de la red, son la totalidad de los peces conocidos entonces, y
por tanto, signo de la universalidad de la Iglesia. También hay quien observa,
que el número 153, es el resultado de sumar del 1 al 17, edad con la que José entró
en Egipto, elegido para proveer el alimento y la subsistencia para su pueblo;
el pez, es figura de Cristo, que provee el alimento que sacia, y saca del mar
de la muerte a la universalidad de los hombres.
“Jesús,
toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez.” Cristo, sacado del mar de la muerte, se
une a los cristificados por la fe, pescados también ellos del mar, como
alimento para saciar el hambre de cuantos se acerquen a él. La Luz, que se une
a los iluminados constituidos en luz, para disipar las tinieblas del mundo.
Que así sea para nosotros en la Eucaristía.
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