Viernes 3º de Pascua

Viernes 3º de Pascua

(Hch 9, 1-20; Jn 6, 53-58)

Queridos hermanos:

          A través del Evangelio según san Juan llevamos algunos días recorriendo el discurso del Pan de Vida, que comenzaba haciéndonos ver que nuestra adhesión a Cristo estaba muy contaminada con las exigencias de la carne, y era necesario ir purificándola de lo que tiene de terrena, para hacerla elevarse al cielo de la fe.

          Dice el Señor: “mis palabras son espíritu y vida, la carne no sirve para nada." No habla para satisfacer la carne sino el espíritu.        

          Sólo la fe, es capaz de resistir ante este lenguaje, porque se apoya en quien habla aunque no comprenda lo que escucha. Jesús ha dicho: “Mis palabras son espíritu y son vida”. Un judío ni siquiera puede comer sangre de animales, cuánto menos de una persona. Sólo la confianza y el abandono total en quien habla, fruto de la fe, pueden soportarlo, y trascender la propia razón. 

          En la Escritura, la vida está unida a la sangre y por eso pertenece a Dios, y el hombre no puede derramarla ni apropiársela. Sólo si se acepta que Cristo es Dios, la mente puede trascenderse y puede aceptar, sin comprender, su invitación a beber su sangre. Beber sangre equivaldría a beber vida. La invitación a beber la sangre divina de Cristo en este caso, lo es a la Vida eterna.   

          Carne y sangre, hacen referencia al cuerpo, y Cristo a través de la Escritura (cf. Hb 10, 5-7) dice: “me has formado un cuerpo para hacer, oh Dios,  tu voluntad”. Comulgar con el cuerpo de Cristo es por tanto, hacerlo con la voluntad de Dios, que le lleva a entregarse a la muerte por la salvación del mundo haciéndonos un espíritu con él. Este es el pan sustancial que no perece (Jn 6, 27), del que Cristo mismo se alimenta: “mi comida es hacer la voluntad (amorosa y salvadora) de aquel que me ha enviado” (cf. Jn 4, 34). El que hace la voluntad de Dios permanece en él, que no muere, y aunque guste la muerte, no morirá para siempre; vivirá. La vida del Padre que está en Cristo porque permanece en él, está en el discípulo que permanece en Cristo, dándole  Vida eterna.

          Cuando en la Eucaristía decimos ¡amén! a comer la carne de Cristo y a beber su sangre, estamos aceptando que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios, por la que ha enviado a Cristo a entregarse por todos los hombres. San Pablo dice que se debe discernir lo que se come y bebe, refiriéndose a la Eucaristía. Este discernimiento es posible por la fe, y por eso, hemos visto en la primera lectura que san Pablo debe someterse al bautismo, el sello de la fe, para poder incorporarse, y formar parte del cuerpo de Cristo, al que también nosotros nos unimos en la Eucaristía.  

          Cuando Cristo habla de vida eterna, dice, que quien la tenga, resucitará el último día, y por tanto habrá tenido que pasar antes por la muerte, que es la puerta de entrada a la resurrección, pero no permanecerá en la muerte. Vivirá para siempre.

          Si comer la carne de Cristo es vivir en él, somos saciados; si él vive en nosotros, al entregarnos por el mundo, es Cristo mismo quien se entrega. Esta participación en la muerte de Cristo, en su “carne”, lleva también consigo nuestra participación en su resurrección. Por eso dice Cristo, que sólo así, se tiene vida en nosotros mismos y garantía de resurrección en el último día. Su alimento no perece, sino que salta a la vida eterna, donde sólo el amor, que es Dios, subsistirá.

          Que así sea en nosotros. 

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