Viernes 2º de Pascua
(Hch 5, 34-42; Jn 6, 1-15)
Queridos hermanos:
La palabra de hoy nos sitúa en el desierto de nuestra incapacidad e imposibilidad de darnos vida, para comprender que es Dios el que provee rompiendo la muerte. La experiencia de muerte, impotencia y esterilidad, es necesaria para el encuentro con la gratuidad de Dios. Después del hambre vendrá el comer: “Dichosos los que tenéis hambre ahora, porque yo soy el Pan”; “comerán”; comer es creer; después vendrá el: “se saciarán”; “gustad y ved que bueno es el Señor”; y por último el: “sobrará”, que es la evangelización; “lo que gratis habéis recibido, dadlo gratis.”
El Evangelio de hoy, está en el
trasfondo pascual de la Eucaristía. Banquete pascual y no un mero tentempié;
saciedad, y plenitud. El alimento que trae “el Profeta” para saciar al hombre,
partiendo de la realidad humana de vacío, por haberse separado de Dios por el
pecado, y sobre la que es invocada la bendición del Señor que la hace fruto
inagotable de vida y de evangelización, primero para Israel (doce canastos) y
después para las naciones (siete espuertas).
Como en el desierto, la perspectiva es
imposible a las solas fuerzas humanas; es necesario el recurso a Dios de la fe,
como en la pesca milagrosa, porque Dios, de las piedras puede sacar hijos de
Abrahán, preparar una mesa en el desierto, y saciar a la muchedumbre de Israel
y de las naciones. Nuestra presencia aquí, está en este contexto en el que Dios
quiere saciar el hambre de un pueblo, suscitando pastores que le sirvan el pan
de su Palabra y el pez de su Hijo Jesucristo. Para eso, es necesario ser
saciados primeramente en nuestro propio corazón: “Comerán, se saciarán y sobrará.”
A Cristo, quisieron hacerlo rey de sus
estómagos agradecidos, por multiplicar el pan, pero él no lo hizo para
solucionar el problema del hambre, sino como signo de su misión mesiánica de
saciar profundamente el corazón del hombre, movido a compasión. No fueron los
20 panes de Eliseo (“comerán, se saciarán
y sobrará”) ni los 5 de Cristo los que saciaron, sino la Palabra del Señor
pronunciada sobre ellos, Cristo mismo con su Pascua, a la que somos invitados
por la fe y el bautismo.
La carne de Cristo, pan que baja del
cielo, nos muestra el amor del Padre, por el que quiso perdonar nuestros
pecados y darnos de su Espíritu de amor, que nos saciara verdaderamente y
sobreabundará para poder darlo a quienes lo necesitábamos. La carne de Cristo es también llamada a
formar un solo pueblo, y un solo cuerpo con él en la Eucaristía. Cristo es el
pan que baja del cielo, enviado como el maná, y que se encarna y se hace
alimento en Jesús de Nazaret, saciando al hombre generación tras generación en
su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. “Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no
mueran” para siempre.
La Eucaristía nos incorpora a la
Pascua de Cristo, que como Alianza eterna, nos alcanza y nos une en sí mismo al
Padre. “Un solo cuerpo y un solo
Espíritu, como una sola es la meta y la esperanza en la vocación a la que hemos
sido convocados”, como dice la Carta a los Efesios (Ef 4, 4). La Eucaristía
injerta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida
perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu.
¿Realmente hemos sido “saciados” por
Cristo, o seguimos hambreando afecto, dinero, prestigio, fama y los demás panes
que ofrece un mundo insatisfecho e insaciable? ¿Sobreabunda en nosotros su
gracia, necesaria para saciar a esta generación con el pan bajado del cielo que
es Cristo? Hoy somos invitados a unirnos a Cristo y hacernos un solo espíritu
con él diciendo: ¡Amén!
Que así sea.
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