Miércoles 3º de Pascua
(Hch 8, 1-8; Jn 6, 35-40)
Queridos hermanos:
Hoy en la Palabra, Cristo se nos presenta como el pan enviado por Dios, que no cae como el maná, sino que se encarna para dar vida. No solo es un pan que viene de Dios, sino un pan en el que Dios mismo se da como alimento. Para realizar esta obra, Cristo lleva a cabo unas “señales” que manifiestan que Dios está en él, pero estas señales no quitan al hombre su libertad, y pueden ser rechazadas al igual que su palabra o instrumentalizadas, sin que se dé la conversión ni la fe.
Cristo
habla de un pan imperecedero que da vida eterna. Él tiene un alimento que
consiste en hacer la voluntad del que le ha
enviado. Esa voluntad pasa por nuestra salvación a través de la cruz.
Comer
de ese pan que es Cristo mismo, nos une a su cruz y a su resurrección de vida
eterna. Por la fe en Cristo y mediante la Eucaristía realizamos
sacramentalmente nuestra unión con Cristo a la voluntad del Padre, que hace de
nuestra vida una entrega juntamente con Cristo, al amor misericordioso de Dios
en el que caben todos los hombres,
y que nos transforma en don para el mundo.
Hemos escuchado también a Jesús decir:
Yo soy, nombre de Dios
revelado a Moisés, que Cristo se aplica a sí mismo siete veces en el evangelio
de Juan; siete definiciones con las que se revela a sí mismo iluminándonos,
como las siete lámparas del candelabro que está ante la presencia de Dios (Ap
1, 12s): Yo soy el pan de la vida; la luz verdadera; la puerta;
el camino, la verdad y la vida; el buen pastor; la resurrección;
la vid verdadera.
Aplicándose
a sí mismo el discurso de la Sabiduría, Cristo, viene a confirmar la tendencia
de la Revelación a personalizarla. Precisamente porque la plenitud de la
Sabiduría es Cristo, aquellos que la gustan siguen teniendo hambre y sed de
Cristo; tienden a él hasta encontrarlo (Eclo 24, 21). El encuentro con la
Sabiduría les hace pobres de espíritu y necesitados de salvación. Jesús dirá.
“Ay de vosotros los hartos,” y “dichosos los que tenéis hambre ahora”, porque:
“El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca
sed." Será saciado.
Pero este pan de Dios que se encarna,
los judíos no lo han visto caer del cielo como el maná, sino surgir de la
tierra: «¿No
es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir
ahora: He bajado del cielo?» Murmuran
porque no entienden eso de nacer de lo alto; nacer del Espíritu, y no están
dispuestos a aceptar la encarnación de Dios en un hombre, en un galileo, en un
laico, en un irregular, como no han aceptado nunca a los profetas. Para
nosotros, para nuestra generación, no es menor la dificultad ante la
encarnación: “Cristo si, la Iglesia no”, dicen muchos; la Iglesia si, los curas
no; los curas si, los laicos no. De hecho la mayor parte de las herejías han
surgido entorno a la Encarnación. Por eso dice Jesús que el problema consiste en
“ver al Hijo”, discernir en Jesús la
presencia de Dios.
Dios manda un pan en el desierto con
el que se nutre durante cuarenta días el profeta Elías, como en otro tiempo
Moisés, y como lo fue durante cuarenta años el pueblo: “No solo de pan vive
el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Todo pan nutre
la vida del hombre por un tiempo y después perece; Dios les dio el maná a los
israelitas durante cuarenta años, y murieron unos en el desierto y otros en la
tierra prometida. Dios dio a Abrahán la promesa, y la ley cuatrocientos años
después a Israel, pero siguieron muriendo sin ver su cumplimiento. Solo en
Cristo se anuncia un pan que no perece y un alimento que sacia: «Yo soy el pan
que ha bajado del cielo. Yo soy el pan de vida; este es el pan que baja del
cielo, para que quien lo coma no muera; es
mi carne por la vida del mundo.» Lo ha dicho San Pablo «Cristo nos amó y se entregó por nosotros como
oblación y víctima.» Cristo ha recibido una carne para entregarse por el
mundo: “Me has dado un cuerpo para hacer, oh Dios, tu voluntad”
(cf. Hb 10, 5-7).
Comer
la carne de Cristo es entrar en comunión con su entrega. Cristo, es pues, el
alimento de la vida definitiva que ansía el corazón humano y que el mundo
necesita. Pero hemos escuchado a Cristo que dice: «Todo lo que me dé el
Padre vendrá a mí. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo
atrae;» El Padre atrae hacia Cristo, ofrece a Cristo
el don de nuestra fe, pero lo hace con lazos de amor, y no de constricción, a
los cuales debe responder el libre albedrío de nuestro amor, creyendo; yendo a
Cristo. Nuestro corazón debe querer ser atraído hacia Cristo, y el Padre que ve
los deseos de nuestro corazón, nos lo concederá como dice el salmo: “Sea el
Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón” (Sal 36,4). «Porque esta
es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga
vida eterna y que yo le resucite el último día.»
Como
decía el poeta Virgilio: «Cada cual es
atraído por su placer». Nosotros hoy, diríamos: cada cual es
atraído por su amor, por aquello que ama. Decía san Agustín: No hay nadie que
no ame; el problema es cuál sea el objeto de su amor. Por eso dice la carta a
los efesios: “Vivid en el amor como Cristo nos amó y se entregó por
nosotros como oblación y víctima.” Vivid en la entrega con la que Cristo se
entregó. Lo dice el Señor: “Permaneced en
mi amor”
Hoy somos invitados por la Eucaristía
a entrar en comunión con la carne de Cristo que se entrega por la vida del
mundo.
Que así sea.
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