Martes de la octava de Pascua
(Hch 2, 36 – 41; Jn 20, 11–18)
Queridos hermanos:
Continuamos en estos días, contemplando los encuentros con Cristo resucitado, de aquellos testigos que él mismo ha elegido, y que presentan algunas características particulares.
Los Evangelios nos muestran
frecuentemente, que Cristo resucitado, no es reconocido cuando aparece. Lo es
en un segundo momento y sólo por algunos. Juan explica este hecho, con el verbo
“manifestarse”. Cristo es reconocido, no cuando aparece, sino cuando “se
manifiesta”. Es por tanto una gracia especial concedida a quién él quiere, y
que suele ir asociada a una relación especial de amor a Cristo: Así sucede en
el caso de Juan y de María Magdalena, y también en un contexto litúrgico, como
en la “fracción del pan” a los de Emaús o en el Cenáculo con los once (cf. Lc
24, 31.36; Jn 20, 16.20).
También el Señor, fiel a sus palabras:
“donde estén dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos”, no duda en manifestárseles, para constituirlos testigos
de su resurrección.
Frecuentemente además, la Escritura
asocia la aparición del Señor, al hecho de que los discípulos se encuentran
comentando los acontecimientos de su Pascua: “Estaban hablando de estas cosas…“Conversaban entre sí sobre todo lo
que había pasado”.
Pero sobre todos estos encuentros, la Iglesia destaca aquellos otros en
los que el Señor no aparece: “Dichosos los que creen sin haber visto”, porque
han recibido el testimonio del Espíritu Santo, que es superior al que dan los
sentidos. Esa es la razón, por la cual, cuando los discípulos de Emaús
reconocen al Señor, Cristo desaparece de su vista. Ante la fe, huelga la visión.
Más aún, viendo al Señor, algunos seguían dudando.
La manifestación de hoy a María
Magdalena parece preparar los posteriores encuentros con los once, que tendrán
un carácter mistagógico y sacramental, con las palabras: “Subo a mi Padre y (ahora) vuestro Padre, a mi Dios y (ahora)
vuestro Dios”.
El Verbo eterno de Dios, es el Hijo, en
palabras de Cristo. Ha asumido un cuerpo, para que se realice la voluntad
divina respecto de los hombres. Por eso, al entrar en este mundo, dice: “Sacrificio
y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y
sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que
vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu
voluntad! (Hb 10, 5s). La voluntad del Padre es, que los hombres sean
“incorporados”, por adopción, a la filiación divina de Cristo; lleguen a ser
hijos, en el Hijo; que los hombres sean, de Dios. Los discípulos de Jesús de
Nazaret, se convertirán así en hermanos de Cristo, en miembros de su “cuerpo” y
en hermanos entre sí. Como dijo el Papa Benedicto XVI en la Vigilia pascual del
año 2008: "Cristo Resucitado viene a nosotros y une su vida a la
nuestra, introduciéndonos en el fuego vivo de su amor. Formamos así una unidad,
una sola cosa con él, y de ese modo una sola cosa entre nosotros;
experimentamos que estamos enraizados en la misma identidad; no somos nunca
realmente ajenos los unos para los otros".
Y como acontece con el hombre al nacer,
que al nacimiento de la cabeza sucede el del cuerpo sin solución de
continuidad, así será también en Cristo resucitado y en su elevación al Padre:
Por eso dice: “Subo a mi Padre y vuestro Padre”. Es como si Cristo
dijera: Vosotros subís conmigo; subís en mí, sois mi cuerpo. Así lo expresa
también San Pablo: “hemos sido resucitados con Cristo y sentados con él en
los cielos”. Esta es la obra que el Padre ha encomendado al Hijo y he aquí
que ha sido consumada por su entrega redentora y su resurrección: El Padre ha
formado un cuerpo para Cristo, haciendo a los hombres en comunión con él,
miembros de ese cuerpo, que es su esposa, carne de su carne. Y continuaría
diciendo Cristo: Ahora sois uno en mí, como yo soy uno con el Padre. Sólo en
esta unidad eclesial nos será lícito invocar a Dios como nuestro Padre y como
nuestro Dios.
María Magdalena tendrá que esperar a que
se consume el nacimiento del cuerpo de Cristo; para ser “esposa” de Cristo en
la comunidad, para poder “tocar” a Cristo resucitado. Así ocurre en el
Evangelio según san Mateo que veíamos ayer (Mt 28, 9), en el que junto a las
otras mujeres, en comunidad, sí puede “tocarle y no soltarle”, como dice la
esposa del Cantar de los Cantares: “lo he abrazado y no lo soltaré”,
hasta que se consume mi unión con él, en la morada del amor en que fui
concebida (cf. Ct 3, 4).
Sólo en el cuerpo de la comunidad que es
la Iglesia, nos es dado como ahora, en la Eucaristía, incorporarnos al cuerpo
de Cristo, en la comunión de los hermanos; gustar, y ver qué bueno es el amor
del Señor; asirnos a sus pies, y adorarle.
¡Que así sea!
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