Sábado de la octava de Pascua
(Hch 4, 13-21; Mc 16, 9-15)
Queridos hermanos:
Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos.
Por
último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en
cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le
habían visto resucitado. Y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena
Nueva a toda la creación.
El Señor sale al encuentro primeramente,
del amor de las mujeres que se disponen a servirlo en su cuerpo muerto y
sepultado, sin considerar ni siquiera las dificultades reales que van a encontrar
ante los guardias y ante la enorme piedra que cierra el acceso a su piedad. No
es razonable ciertamente su conducta, pero estas son las razones del corazón
que la razón no comprende, como diría Pascal. Quizá recuerdan aquellas palabras
que consideramos parabólicas e irrealizables: “Quien diga a este monte: Quítate y arrójate al mar y no vacile en su
corazón, lo obtendrá.
También el Señor nos recuerda su poder
y su libertad, para manifestarse y enviar a quien él quiere. Le basta al
enviado rendir su mente y su voluntad, y a quien lo recibe apoyarse en quien lo
envía.
Llamamiento, por tanto, a la fe que se
nos presenta a través de testigos enviados para comunicarnos la salud, y que
nos patentiza la imposibilidad de que un tal anuncio pueda ser acogido en el
mundo entero, sin la acción del Espíritu Santo, si ni siquiera entre los
discípulos podía ser creído. Al testimonio externo de los discípulos debía
unirse el del Espíritu en lo profundo de sus corazones. Las revelaciones
privadas, aun en el caso de ser verídicas, deben someterse al discernimiento de
la Iglesia.
A la promesa del Espíritu, unía ahora
el Señor el mandato de la misión. Ante la urgencia de tal anuncio, ni siquiera
la conservación de la propia vida podía ser un obstáculo, cuando estaba en juego
la salvación del mundo de las garras de la muerte eterna y su liberación de la
esclavitud del diablo. La entrega de Cristo, urgía al testimonio. Amor, con
amor se paga, y el amor engendra amor, y no desespera nunca de la salvación de
nadie. No hay mal que resista su fuerza: “Las
aguas torrenciales no pueden apagarlo, ni anegarlo los ríos.”
Que así sea.
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