Jueves 3º de Pascua
(Hch 8, 26-40; Jn 6, 44-51)
Queridos hermanos:
En la eucaristía estamos sentados ante esta mesa de vida eterna, a la que, como hemos escuchado, nos convoca el Padre atrayéndonos hacia Cristo para ser amaestrados por él, mediante su palabra, y para ser alimentados con el pan del cielo que da vida eterna a quienes escuchan y aprenden, porque las palabras y la vida de Cristo, son enseñanzas y vida, para quienes escuchan y creen, apoyando su vida en Dios, entregándose con Cristo; escuchan y “aprenden”, escuchan y obedecen a su palabra por la fe. Dios enseña a todos, pero quizá no todos aprendemos.
El pecado como contradicción de la fe, nos quita la vida eterna al apoyarnos en la mentira mortal. Se supone que nosotros hemos aprendido, porque hemos sido “dados” a Cristo y hemos venido a él, para ser alimentados por él en la Palabra y en la Eucaristía, por tanto, también debemos creer que hemos recibido vida eterna y que resucitaremos el último día si no la contradecimos con nuestros pecados, pero no debemos olvidar que este pan celeste es la carne de Cristo entregada por la vida del mundo. Por eso dice la carta a los efesios: “Vivid en el amor con el que Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.” Vivid en la entrega con la que Cristo se entregó.
Dios manda un pan en el desierto con el
que se nutre durante cuarenta días el profeta Elías, como en otro tiempo
Moisés, y como lo fue durante cuarenta años el pueblo. Todo pan nutre la vida
del hombre por un tiempo y después perece; Dios les dio el maná a los
israelitas durante cuarenta años, y murieron unos en el desierto y otros en la
tierra prometida. Dios dio a Abrahán la promesa, y la ley cuatrocientos años
después a Israel, pero siguieron muriendo sin ver su cumplimiento, mas que en
esperanza. Tanto el maná como el pan de Elías eran prodigiosos, pero no eran el
pan sustancial que anuncia Cristo: un pan que no perece y un alimento que sacia
perennemente: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo, para que quien lo
coma no muera; es mi carne por
la vida del mundo.» Lo ha dicho san Pablo «Cristo nos amó y se entregó
por nosotros como oblación y víctima.» Cristo ha recibido una carne para
entregarse por el mundo: “Me has dado un cuerpo para hacer, oh Dios, tu
voluntad” (cf. Hb 10, 5-7).
Cristo está en el cielo. Lo que se
hace presente en esta mesa no es su cuerpo glorioso, o que pasea por la orilla
del lago, o que predica por Galilea, o que resucita a Lázaro, sino su cuerpo
entregado en la cruz, la muerte de Cristo, y su sangre derramada, no el día de
su circuncisión, sino de su pasión y muerte. Por eso dice san Pablo: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos
de este cáliz, anunciamos la muerte del Señor hasta que venga.” Podemos
pensar que al cuerpo glorioso del Señor no le afectan los sufrimientos físicos,
pero sí, ciertamente, a su Cuerpo Místico, y podemos decir que sufre “místicamente”
con nuestros sufrimientos y con las consecuencias de nuestros pecados. Cuando
san Pablo dice: Sufro lo que falta en mi carne a la pasión de Cristo, cuando
los mártires son asesinados, cuando Cristo mismo, crucifica al Padre Pío
diciéndole: Cuántas veces me habrías abandonado, si no te hubiera yo
crucificado, ¿pensamos que al Señor le resultan indiferentes estos
sufrimientos? Ciertamente no. Es su amor quien los permite, y en ocasiones los
suscita, para sufrir místicamente en sus “miembros escogidos”, por la salvación
del mundo. Al comer su “carne”, se nos da algo que no es sólo para nosotros, sino
para el mundo. En la eucaristía, decimos amén, a su carne entregada, a su
entrega por la vida del mundo.
Que así sea en nosotros.
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