Martes 5º de Pascua
(Hch 14, 19-28; Jn 14, 27-31)
Queridos hermanos:
Cristo
ha llegado al término de su misión y se prepara para “volver” al Padre. Vuelta
tortuosa y terrible a través de la pasión y la muerte. Ya sabe el Señor que
este discurso de hoy no gusta a sus discípulos, y que los escandaliza, por eso
comienza dándoles la Paz. Es un discurso de obediencia y de cruz, y sobre todo
es un discurso de Amor. Solo Dios puede entrar en él, y nosotros con su Don. En
la oración colecta pedimos fortaleza en la fe y en la esperanza.
El que Cristo haya revelado a Dios
como su Padre y al Espíritu como paráclito procedente del Padre, no agota, por
eso, el conocimiento del misterio de Dios, que irá creciendo en sus discípulos,
tanto en este mundo, como cuando sean incorporados a su eternidad, y al verlo
tal cual es, sean semejantes a él, según las palabras de san Juan.
Cristo, engendrado por el Padre, es
uno con él, está en él y él en Cristo, pero el Padre es mayor que él; es él
quien lo envía, y quien le manda y le enseña lo que debe decir y hacer, quien
le entrega todo, y quien lo conoce todo. Cristo se alimenta haciendo siempre la
voluntad del Padre y permanece en su amor. Conocer a Cristo es conocer al
Padre.
Para Cristo, se acerca el momento
decisivo de su misión y de su retorno al Padre. Vuelta tortuosa y terrible a
través del parto trascendental de su pasión y muerte. Toda su vida ha sido un
testimonio de obediencia y amor al Padre, que va a consumarse en la cruz, por
amor a nosotros. El que ama a Cristo, no mira tanto su propia frustración, como
la gloria del Padre, por la que Cristo se entrega a la cruz en favor nuestro.
Su regreso al Padre es una garantía de su victoria en el combate de la cruz,
que nos alcanza a nosotros con la efusión de su Espíritu.
El Señor, consciente de la fragilidad de
sus discípulos, que van a ser sometidos al escándalo de la cruz, quiere iluminarles el sentido y la grandeza
del acontecimiento pascual, y de la separación que hará posible una nueva
presencia suya en nosotros a través del Espíritu Santo. Será un momento de
obediencia y de prueba, pero sobre todo un trance de Amor. Sólo Dios puede hacerlo
posible para nosotros con su Don.
Hemos escuchado a san Pablo decir que
hay que pasar mucho para entrar en el Reino de los Cielos. Necesitamos la paz
de Cristo y su fortaleza en el amor al Padre y a los hermanos, para que nuestro
corazón no se acobarde. El mundo debe saber que Cristo ama al Padre y debe
saber también, que este amor ha sido derramado por Cristo en nosotros, para
salvarlos a ellos.
Hay un sufrimiento unido al amor en el
corazón de Cristo, que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo, y da mucho
fruto. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y los
apóstoles van a ser sumergidos con él, en el torrente del sufrimiento, del que
bebe el Mesías, para levantar también con él la cabeza, en el gozo eterno de la
resurrección.
Lo que aparecerá como absurdo, estará
cargado de sentido; lo yermo, pletórico de vida. Esa es la confianza de la fe,
la fortaleza de la esperanza, y la generosidad de la caridad. Esos son los
renglones torcidos de Dios para nuestra visión distorsionada; la distancia
entre los caminos de Dios y nuestras veredas. “Como aventajan los cielos a
la tierra, así mis caminos a los vuestros”, dice el Señor.
En la Eucaristía, podemos ver realizada
la conveniencia de que el Señor se vaya al Padre, haciendo pascua por nosotros.
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