Domingo 2º de Pascua A
(Hch 2, 42-47; 1P 1, 3-9; Jn 20, 19-31)
Queridos hermanos:
La Pascua de Cristo que la Iglesia predica mediante el
anuncio de Jesucristo, consiste en un único acontecimiento: Que Cristo ha sido
crucificado, muerto y sepultado, y ha resucitado. Pero mientras la pasión y
muerte son evidentes a todos, la resurrección no lo es, y debe ser testificada
por los discípulos elegidos por el Señor como testigos, y que los evangelios
presentan de forma distinta, para decir lo mismo: ¡Cristo ha resucitado! ¡Nosotros somos testigos de ello!
Esto se entiende muy bien observando un “caleidoscopio”, en
el que los mismos cristales multicolores que contiene, forman figuras distintas
con cada giro. Así, los evangelios, presentan bajo formas distintas, el acontecimiento
único del misterio pascual que es la resurrección de Cristo. Lo que se dice en
uno, se da por supuesto en otro, etc.
Leemos en un evangelio que el Señor abrió sus inteligencias
para comprender las Escrituras, y en otro se nos dice que les dio el Espíritu
Santo, que es quien las unifica en el corazón del creyente.
Dice el Señor en un evangelio, que serán dichosos los que
crean sin haber visto, y en otro, se nos muestra cómo será esto posible,
diciendo: Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda la creación.
En un evangelio, María Magdalena no puede abrazarse a los
pies de Jesús, ella sola, y en otro, en compañía de las otras mujeres puede
hacerlo, porque aparece, entonces, la comunidad, la Iglesia, como esposa de
Cristo.
Juan concluye diciendo que los escritos, presentan apenas
algunas cosas, de las muchas realizadas por el Señor, y están en función de
ayudarnos a creer.
Esta es, pues, una palabra llena de contenido, que después de la aparición a María Magdalena, a Pedro y a los de Emaús, presenta hoy los primeros encuentros de Cristo resucitado con los apóstoles, en los que van a recibir el Espíritu Santo y ser enviados a la misión con el poder de perdonar los pecados.
La
primera lectura nos presenta la vida de la comunidad cristiana unida en el
amor: “con todo el corazón, con toda la mente y con todos sus bienes” y unida a
los apóstoles en la enseñanza, en la liturgia, en la oración en común, y en la
caridad, en espera de la manifestación final de la salvación, que han recibido
por la fe en Cristo, como dice san Pedro en la segunda lectura.
Los
discípulos han sido incorporados a la comunión del Padre y el Hijo en el
Espíritu Santo, recibiendo el don de la paz ratificado tres veces por el Señor,
y la alegría; reciben el envío del Señor, y el “poder” de Cristo para perdonar
los pecados, y a través de la profesión de Tomás, son fortalecidos en una fe
que no necesita apoyarse en los sentidos, sino en el testimonio interior del
Espíritu. En efecto, Tomás ha visto a un hombre y ha confesado a Dios, como
observa san Agustín, cosa que no pueden producir los sentidos sino el corazón
creyente que ha recibido el Espíritu Santo. Las heridas gloriosas de Cristo
sanan las de nuestra incredulidad. Lo
que los discípulos han recibido de la boca del Señor, lo tendrán que transmitir
a quienes sin haberlo visto, creerán en su testimonio y en la predicación, para
que la salvación alcance hasta los confines de la tierra.
La
obra de Cristo en nosotros, comenzando por suscitarnos la fe, darnos vida por
el Espíritu Santo, y trasmitirnos la Paz y la alegría, se completa al
constituirnos después en portadores del amor de Dios en el perdón de los
pecados.
Cristo ha sido enviado por el Padre para testificar su amor y para que a través del Espíritu recibiéramos la vida, nueva para nosotros y eterna en Dios, de comunión en el amor: “Un solo corazón, una sola alma, en los que se comparte todo lo que se es, y todo lo que se posee. Así, visibilizando el amor, testificamos la Verdad de Dios, y el mundo es evangelizado y salvado por el perdón, que la Iglesia administra a través de nosotros a nuestros semejantes.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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