Cielos nuevos y tierra nueva

 Cielos nuevos y tierra nueva.

 

 

          “He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no serán mentados los primeros ni vendrán a la memoria; antes habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que voy a crear” (Is 65, 17-18). “Mira que hago nuevas todas las cosas.” (Ap 21, 5). “El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2Co 5, 17).

 

          Somos “espíritus incorporados” en la materia, que participamos del mundo y también de la imagen y semejanza divina, por lo que un día seremos sustraídos a la consumación cósmica, para alcanzar la meta de nuestra predestinación gloriosa en la eternidad de Dios.

          Según los cosmólogos, después de aquella hipotética explosión inaudita de energía que produjo el tiempo el espacio y la materia, comenzando así el viaje sideral del universo, unos trece mil setecientos millones de años antes de que naciéramos, dispersándose y enfriándose ininterrumpidamente, el universo alcanzará el límite de su degradación, -anunciadora de lo precario de su esplendor- y una vez haya perdido todo su potencial en acto, y las estrellas apagándose, hayan dado paso a sus gigantes rojas, nebulosas planetarias, enanas blancas, enanas negras, y hasta las últimas partículas de luz y los mismos agujeros negros se hayan consumido convertidos en radiación, las tinieblas se adueñarán de nuevo del gélido y profundo abismo, disolviéndose entonces, así mismo, la flecha del tiempo.

          El exuberante cosmos habrá dado de nuevo paso al estéril, estable e inamovible caos, y la anomalía temporal de la materia en la que se engendró la vida, habrá sido completamente inútil, y sin posibilidad alguna de ser recordada, hasta el punto de poder quedar reducida a la duda absoluta de haber existido. Quizá nosotros mismos nos encontremos ahora envueltos en la mayor alucinación global jamás soñada, del existir, según aquel orden calderoniano de pensamiento, por el que la vida es ilusamente sueño, y los sueños, ilusamente, sueños son, sin posibilidad alguna de un despertar, más que al no ser.

          Concluida, entonces, su función instrumental de ver gestarse la vida y asistir al prodigio de su espiritualización, el cosmos, envejecido, se habrá desvanecido, pero nosotros, únicos supervivientes de la creación, habiendo sido transformados gloriosamente nuestros cuerpos, seremos asumidos de forma perdurable por la dimensión celestial.

          Pese a esta deprimente singularidad, no podemos sustraernos a la incuestionable realidad, de un instante trascendental de inflexión, ineludible, en el que “la irrupción del espíritu”, sobre la materia viviente, fecundándola de albedrío, entendimiento y voluntad, la capacitó para su encuentro personal con el Creador, recibiendo, entonces, la revelación del misterioso “diseño amoroso”, por el que la creatura una vez raptada del colapso cósmico y trascendiendo del drama histórico de su libertad, sería conducida al seno de su eterna predestinación bienaventurada, dando sentido así, a tanta magnificencia y esplendor presente en lo creado, en cuyo fruto perdurable y glorioso, quiso involucrarse a perpetuidad el Verbo divino, principio y fin de lo creado. 

          Nuestro pretendido orden racional con el que concatenamos ideas, pensamientos, juicios y acciones, en la construcción de un mundo “civilizado” a nuestro antojo creatural, en pos de una calidad de vida y estado de bienestar, no deja de ser, en realidad, sino el intento de un cierto desorden perturbador del orden natural, finalizado a conducir hacia la nada, lo que de ella procede, por medio de la “entropía cósmica” (Degradación progresiva del universo por pérdida de energía), dando preeminencia al orden sobrenatural de nuestra cimentación en el amor, que procedente de Dios, tiende a alcanzarlo eternamente.

          Nuestro universo espacio-temporal, como milagrosa y providencial “anomalía de la materia” (Asimetría física inexplicable entre bariones y antibariones en la bariogénesis, atribuida supuestamente a la variación de la temperatura originada por la expansión de la energía del universo en sus instantes iniciales, que dio lugar a la aparición de la materia), no es por tanto “la respuesta”, sino simplemente el vehículo predestinado por la fecundidad difusiva del supremo Bien, al que llamamos Dios, luz y Amor, para llevar muchos hijos a su gloria (cf. Hb 2, 10).

          No es la conquista de este anciano universo lo que nos preocupa, cuanto el alcanzar para nosotros y para nuestros semejantes, “los cielos nuevos y la tierra nueva”. En ellos, rescatados del espacio, y el tiempo, y en enaltecida materia, asumiremos la glorificación de nuestro cuerpo, para la contemplación sempiterna de Dios, fuente de vida, en compañía de la “multitud inmensa” de los santos, unidos en el amor, con un solo corazón y una sola alma. Mientras, esperamos dichosos, la venida de nuestro Redentor, según su promesa, y gemimos en nuestro interior en espera de su manifestación gloriosa.

                                                 www.jesusbayarri.com

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