El quinto mandamiento

 Quinto mandamiento, “No matarás” Mt 5, 21-26 

«Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano `imbécil', será reo ante el Sanedrín; y el que le llame `renegado', será reo de la gehenna de fuego. Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano  tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo (Mt 5, 21-26). 

          La Iglesia vive en el mundo y se relaciona inevitablemente con él en todos los ámbitos propios de la sociedad humana; también en el campo de la justicia, y por ello el Evangelio trata expresamente de las relaciones entre adversarios de cualquier tipo, distinguiéndolas claramente de las relaciones entre hermanos, unidos no solamente por una fe común, sino de forma eminente por el don del Espíritu Santo recibido, por el cuerpo de Cristo entregado por ellos y por su sangre derramada para el perdón de sus pecados, de los cuales se nutren en la Eucaristía. 

El Evangelio distingue por tanto, entre el perdón entre los hermanos que requiere del arrepentimiento, y el amor a los enemigos que es incondicional (cf. Lc 17, 3-4 y Mt 5, 44). En lo tocante a las ofensas frente al simple adversario dice: “No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo.” El mundo tiene sus leyes y sus tribunales para juzgar las ofensas entre adversarios, que el discípulo también debe acatar. 

En el caso que el ofendido sea el discípulo, dice el Señor: “No resistáis al mal: Al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra;  haced el bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen, bendecid a los que os calumnian.” En cambio frente a las ofensas entre hermanos es Cristo mismo quien legisla acerca de su comportamiento diciendo: “Pues yo os digo”: “Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano `imbécil', será reo ante el Sanedrín; y el que le llame `renegado', será reo de la gehenna de fuego. Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano  tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda.” Aún entre hermanos, las ofensas frecuentemente son inevitables consciente o inconscientemente, y por eso san Pablo llega a decir: “Si os airáis, no pequéis; no se ponga el sol en vuestra ira” (Ef 4, 26). 

          Ya Israel tenía su tribunal o Sanedrín menor, y su Sanedrín, podemos decir supremo, para resolver causas mayores. También la Iglesia tiene sus tribunales, Penitenciaría Apostólica, etc., pero siempre deben ser un último recurso, una vez que ha sido sometido todo al juicio del perdón y la misericordia que brotan del “trono de la gracia”. La Iglesia siempre busca la salvación, también del pecador (todos somos pecadores). 

          Encolerizarse, insultar, o despreciar al hermano, lleva consigo una pena mayor y progresiva como la ofensa, por cuanto implica ofender en nosotros al Espíritu Santo recibido que es amor, y ofender en el otro a Cristo, que derramó su sangre por él. Siendo cierto que cuando la gravedad de la ofensa aumenta, lo hacen también las consecuencias, hay que distinguir entre las ofensas de pensamiento, de deseo y de hecho, ya que aun siendo todas pecaminosas, no es comparable el daño que unas u otras producen en mí, ni el que producen en el otro. Los pensamientos, juicios y deseos, dañan mí corazón y ofenden el amor, pero cuando se traducen en acciones, alcanzan también a los otros, hiriéndolos, sea en su cuerpo, que en su espíritu a través de la murmuración, el juicio, la crítica, el insulto, la difamación o la calumnia. 

          Como dice la Escritura: “Guardaos, pues, de murmuraciones inútiles y preservad vuestra lengua de la calumnia; porque no hay confidencia emitida en vano, y la boca calumniadora da muerte al alma. No persigáis la muerte con vuestra vida perdida ni os busquéis la ruina con las obras de vuestras manos; porque Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Los impíos invocan a la muerte con gestos y palabras; haciéndola su amiga, se perdieron; se aliaron con ella. La muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus seguidores (Sb 1, 11.13.16; 2, 24). 

          Matar, no es sólo quitar la vida física a otro como dice la Escritura, sino propagar de cualquier forma la muerte, sirviendo al que “tenía” su dominio (sobre la muerte), es decir al diablo, por el miedo a la muerte como dice la Carta a los Hebreos (2, 14-18). El libro del Eclesiástico lo especifica diciendo: “Hay palabras equiparables a la muerte (23, 12); A muchos ha sacudido la lengua calumniadora, y ha arruinado familias de príncipes (28, 14.18.22). Muchos han caído a filo de espada,  pero no tantos como las víctimas de la lengua. Dichoso el que de ella se protege, Trágica es la muerte que ocasiona. San Juan dice: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo. Éste era homicida desde el principio (8, 44).    

          Debido al Don recibido, también nuestra justicia debe ser superior a la de los escribas y fariseos del Evangelio, y muy superior a la de los paganos, no implicando solamente nuestros actos externos, sino las más profundas intenciones del corazón. En efecto: “Del corazón del hombre salen las intenciones malas, que como dice el Evangelio hacen impuro al hombre.      

          Toda ofensa lo será siempre al amor, y una transgresión del mandato expreso de Cristo: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros; amad a vuestros enemigos y seréis hijos de vuestro Padre celestial”. Si bien es cierto que las ofensas lesionan el amor, el perdón disuelve las ofensas, a través de la gracia de la conversión que lleva al arrepentimiento. También en el perdón, todo procede de Dios, que nos perdonó primero y nos mandó perdonar siempre, ”hasta setenta veces siete”, habiendo derramado su amor en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (cf. Rm 5, 5).

                                                                                        www.jesusbayarri.com 

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