Hambre de verdad


Hambre de la “Verdad”

​Cristo ha dicho: “Yo soy la verdad (Jn 14, 6). “Yo he venido, para dar testimonio de la Verdad”, y así lo ha hecho hasta las últimas consecuencias. Pilatos juntamente con el mundo pregunta escéptico: ¿Qué es la Verdad? Yo tengo mi verdad y tú tienes tu verdad, pero la Verdad como algo absoluto, ¿qué es? El mundo dice que nadie puede ir por ahí con presunción y prepotencia monopolizando la Verdad, ni mucho menos hablando en nombre de la verdad como si se tratara de alguien personal. Es fácil aceptar y manejar una multitud de verdades, pero aceptar la unicidad de la Verdad, de una Verdad absoluta, sería lo mismo que reconocer una autoridad única y por tanto multitud de falsedades.

Si no existe la Verdad absoluta, sino verdades, tampoco existen el Bien y el Mal, ni la Justicia, cada cual tiene la suya propia. Tampoco existen el Derecho ni la Ley, sino tantos derechos y leyes como sociedades, grupos y personas viven sobre la Tierra. La Justicia se transforma entonces en el poder del más fuerte, en la dictadura de la mayoría, o en el contubernio de las minorías, lo que equivale a la hipoteca de la justicia por el interés. Entonces, alienada la dignidad de la razón, se exalta el consenso, la incongruencia se traviste de pluralidad, la equidad de tolerancia, y se da carta de ciudadanía a la subversión de los valores. Se cae en la barbarie y se regresa a la ley de la selva.

​Es fácil aceptar a una multitud de dioses que se disputen sus propias verdades, pero no a un Dios único y personal. La famosa pregunta de Pilatos, más que una cuestión intrascendente de ignorancia o de disputa, es una auténtica profesión de ateísmo. Quizás la confesión fundamental de ateísmo de la humanidad, consista en preguntarse por la Verdad, ignorando el testimonio, central para la fe, dado en la Historia por Cristo: “Yo soy”.

Aceptar consecuentemente el testimonio de Jesucristo, es dejarse  iluminar por la Verdad, que como dijo Juan Pablo II es esplendorosa. La Verdad hace palidecer en la Historia, “las luces”, de las que gusta revestirse quien no puede señorear más que en las tinieblas, para encandilar a quienes rechazan el esplendor de la Cruz de Cristo, testimonio histórico de la Verdad de Dios.

Como dice san Juan: “No amemos de palabra ni de boca sino con obras y según la verdad. En esto conocemos que somos de la verdad (1Jn 3, 19).”

Si Dios es la Verdad y la Vida plena a la que hemos sido llamados en nuestra existencia, el discernimiento debe guiarnos a él, por los caminos de la sabiduría. Nosotros no sólo somos llamados a la esperanza, sino a recibir al Esperado de todos los tiempos, al Prometido a los patriarcas, al Anunciado por los profetas.

Cristo, Verdad del Padre, se nos da como amor del Padre, carne y sangre de vida eterna bajada del cielo que quiere unirnos a sí. Eucaristía celeste que nos abre de par en par sus entrañas aquí en la tierra.

“Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en Espíritu y en Verdad” (Jn 4,23).


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