El hombre tiene hambre


El hombre tiene hambre



Una reflexión sobre los grandes problemas con los que se enfrenta hoy la sociedad, nos muestra claramente, que ha dejado de ser cristiana; las cámaras gubernamentales y las organizaciones internacionales, no sólo no son ya cristianas sino que que se han convertido claramente en anticristianas. Eso no significa, claro está, que no haya políticos que se confiesan cristianos, sino que las ideologías que inspiran las leyes, y las mismas leyes, tanto locales, como a nivel internacional, no lo son en absoluto, y por tanto se favorece el divorcio, el aborto, y la homosexualidad, se ataca a la familia cristiana, se favorece la esterilización, se planifican los nacimientos, y no se presta demasiada atención a la práctica, solapada por el momento, de la eutanasia real, en acto en muchas dependencias hospitalarias.

A la vez que se combate a la Iglesia, se ejerce una gran influencia cada vez mayor sobre el pueblo cristiano, sobre los fieles, hacia una vida mundana de amor al dinero, que quiere enriquecerse a como dé lugar, sin importarle las necesidades ajenas; que busca el placer por encima de todo y se cierra a la vida; que es incapaz de perdonar y abandona los valores cristianos, siendo así que el Señor nos ha llamado a ser la “sal” de la tierra y la “luz” del mundo.

​En lugar de iluminar y salar la sociedad, comprobamos con tristeza que es el mundo quien arrastra con fuerza a los “fieles”, cada vez más debilitados en su fe, por falta de evangelización. La misma religiosidad que ha sido siempre una ayuda para el hombre, ya no es capaz de defenderlo de la seducción de un mundo secularizado, y pervertido por la avaricia, la sensualidad y la injusticia.

Es necesaria una nueva evangelización que profundice y fortalezca la fe de los creyentes y llame a los alejados al encuentro con el amor de Dios en Jesucristo. Una nueva evangelización que no se reduzca a las ideas y a los documentos pastorales, sino actuada con la fuerza del Espíritu, que como decía san Juan Pablo II en el año 83, ya ha suscitado el Espíritu Santo en su Iglesia con dones y carismas que la lleven adelante.

Hoy más que nunca es necesario anunciar, el amor de Dios, que Cristo ha venido a testificar con su propia vida, entregándola por todos los hombres, para mostrarnos el amor que Dios nos tiene, perdonando nuestros pecados, nuestras injusticias, y nuestra perversión, y darnos su Espíritu Santo, para que podamos amar. Para curar nuestro corazón y saciarlo con su misericordia.

Porque el mal del hombre, como dice el Evangelio, no está en lo que le viene de fuera, sino en lo que sale de su corazón: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Quien tenga oídos para oír, que oiga.» Del corazón del hombre salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez, que son causa de las estructuras de injusticia y de muerte. Del corazón del hombre sale la mentira, la avaricia y el odio. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre (Mc 7, 14-23).»

​Hemos sido creados para un destino glorioso de comunión con Dios, de vida eterna, y por eso nuestro corazón tiene sed de la verdad, de la justicia y del amor; sed, que nace de nuestro corazón insatisfecho, frustrado, herido por el pecado, seducido por el engaño del diablo y que sólo el amor de Dios puede curar. Por eso nos dice el Señor en el Evangelio:​

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados (Mt 5, 6).

Bienaventurados los que tienen hambre ahora, porque serán saciados (Lc 6, 21).

​Efectivamente, Jesucristo ha venido a saciar nuestro corazón insatisfecho como hemos escuchado en el Evangelio, que: todos comieron, se saciaron y sobró.​

Dijo Jesús: «Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed (Jn 6, 35).»

El mundo pide un sustento a las cosas, y a las criaturas. El que peca está pidiendo un “pan”, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos, en cambio, pedimos al Padre de Nuestro Señor Jesucristo y padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquél que nos trae el Reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia y no se corrompe; que alcanza el perdón, y que vive de la voluntad de Dios.

Dios mandó un pan en el desierto con el que se nutrió durante cuarenta días el profeta Elías, como en otro tiempo Moisés, y como lo fue durante cuarenta años el pueblo, pero: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Todo pan nutre la vida del hombre por un tiempo y después perece; Dios les dio el maná a los israelitas durante cuarenta años, y murieron unos en el desierto y otros en la tierra prometida. Dios dio a Abraham la promesa, y la ley cuatrocientos años después a Israel, pero siguieron muriendo sin verse saciados más que en esperanza.

Sólo Cristo anuncia un pan que no perece y un alimento que sacia: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Yo soy el pan de vida; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera; es mi carne por la vida del mundo.» Cristo ha recibido una carne para entregarse por el mundo: “Me has dado un cuerpo para hacer, oh Dios, tu voluntad” (cf. Hb 10, 5-7).  Lo ha dicho san Pablo: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.»

A Cristo, quisieron hacerlo rey cuando multiplicó los panes, pero él no lo hizo para solucionar el problema del hambre, sino como signo de su misión, de saciar profundamente el corazón del hombre. De otro modo, Cristo hubiera tenido que dedicar su vida a multiplicar panes, cosa que sólo hizo en dos ocasiones, según los Evangelios. Tampoco vino a erradicar la enfermedad, aunque haya realizado numerosas curaciones. La Iglesia hace muchas de estas cosas por caridad y subsidiariamente, porque no las hacen quienes deberían hacerlas, y que para eso cobran impuestos a los ciudadanos, pero la misión de la Iglesia, que ha recibido del Señor, es mucho más importante que promover “el estado de bienestar” o mejorar “la calidad de vida” de la gente. La misión que la Iglesia ha recibido de Cristo, es salvar de la muerte eterna del pecado que corrompe al hombre de cualquier raza, pueblo o nación; a toda criatura de cualquier cultura o ideología que existe, ha existido y existirá bajo este cielo.

No fueron los 20 panes de cebada que multiplicó el profeta Eliseo, en su tiempo, ni los 5 que multiplicó Cristo, los que saciaron a la gente, sino la palabra pronunciada sobre ellos por el Señor; Cristo mismo, la Palabra hecha carne, con su Pascua, a la que todos somos invitados por la fe y el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo, un solo cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre generación tras generación en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.

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