La Ascensión del Señor C

 La Ascensión del Señor C

(Hch 1, 1-11; Ef 1,17-23; Lc 24, 46-53) 

Queridos hermanos:  

Esta fiesta se celebró hasta el siglo IV junto con la de Pentecostés, y en ella, por la tarde, los fieles de Jerusalén acudían al Monte de los Olivos, y se proclamaban los textos de la Ascensión. Después comenzó a celebrarse separadamente, 40 días después de Pascua.

El origen del Misterio cristiano, está en el corazón de Dios, que siendo amor, envía a su Hijo al mundo para salvarnos del pecado y de la muerte, tomando nuestra carne para poder ofrecerla, derramando su sangre en la cruz. Ahora, resucitado de la muerte, y habiéndonos amado hasta el extremo, regresa junto al Padre, pero no nos deja huérfanos, y nos envía su Espíritu santo. El Señor ya no estará “con nosotros”, pero estará dentro de nosotros intercediendo por el mundo, de la misma manera que estando junto al Padre, intercede por nosotros. Ahora, por la fe, somos miembros de su Cuerpo, siendo él nuestra cabeza, por lo cual en él, estamos también nosotros sentados místicamente en los cielos, mientras aguardamos su regreso glorioso, para llevarnos con él a la casa del Padre.

Los discípulos que han seguido la llamada del Señor, escuchado su doctrina, visto sus prodigios, acogido el anuncio del Reino, ellos que han gustado su amor y su amistad, quedan aturdidos, cuando comienza a hablarles de una muerte cercana y espantosa y de una resurrección inconcebible, al tercer día. ¿Cómo conciliar todo eso con sus esperanzas de un reino tan lleno de imágenes y comparaciones que ha ido inculcando el Señor en su espíritu abatido por el hastío? ¿Cómo comprender la promesa de ese Espíritu que va a llenarlos de valentía y fortaleza frente a un mundo hostil ante el que se sienten ya derrotados de antemano?

Este acontecimiento atestiguado en las Escrituras, completa la misión de Cristo, por la que nuestros pecados son perdonados, es testificado el amor del Padre, y somos hechos sus hijos mediante el don de su Espíritu. Esta fiesta viene a avivar en nosotros la esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión con Dios. El que “bajó” por nosotros, “asciende” con nosotros a la gloria: “suba con él nuestro corazón”. Las figuras de Enoc y Elías que avivaron nuestro deseo de ser arrebatados a la meta de nuestra esperanza, llegan a su plenitud en Cristo. Lo que es celeste acampa en la tierra, y lo que era de la tierra alcanza el cielo.

Ascender y subir, sentarse, derecha e izquierda, son términos humanos que nos hablan en realidad de exaltar y glorificar. Terminada su obra de salvación, Cristo es glorificado junto al Padre, o como dice san Ireneo: vuelto al Padre. Su encarnación ha hecho posible su entrega, y ahora su unión con nosotros no será externa sino íntima, ya no estará entre nosotros, sino en nosotros. El Emmanuel se hace Don, Gloria del Padre para nosotros.

Cristo está junto al Padre para interceder por nosotros, y está dentro de nosotros intercediendo por el mundo. La fuerza que mueve a los discípulos ya no es la del ejemplo, sino la del amor que derrama en su corazón el Espíritu Santo. 

En Cristo, la naturaleza humana que tomó de nosotros, se une a la dimensión divina, y todos nosotros, unidos a él por la fe, somos incorporados en él. Un hombre entra en el cielo, con los demás miembros de su cuerpo místico, como dice San Pablo: En Cristo se nos da a conocer la riqueza de la gloria otorgada por Dios en herencia a los santos: “a nosotros que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande amor con que nos amó, nos vivificó, nos resucitó, y nos hizo sentar en él, en los cielos, para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia por su bondad para con nosotros.”

No es sólo nuestra carne la que entra en el cielo sino nuestra cabeza; cabeza del Cuerpo de Cristo, del cual nosotros somos miembros. Esta, es pues, nuestra esperanza como miembros suyos: seguir unidos a él en la gloria. Por eso debemos siempre “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra cabeza, en espera de su venida, sin que las cosas de abajo nos aparten de nuestra meta. Cuando vino a nosotros no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos deja, sino que nos manda su Espíritu como dice san León Magno. De simples creaturas hemos pasado a ser hijos.

Para nosotros, convenía como dice el Evangelio, era necesario que Cristo padeciera y entrara así en su gloria. Era necesario que se nos anunciara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados. Era necesario, en fin, que “ascendiera” al cielo y que nos enviara el Espíritu Santo. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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