Domingo 5º de Pascua C
(Hch 14, 21b-27; Ap 21, 1-5; Jn 13, 31-33a.34-35)
Queridos hermanos:
La liturgia de este domingo nos
presenta los tres aspectos de la vida nueva en Cristo resucitado, que llamamos
virtudes teologales, infusas en el corazón del hombre por el Espíritu Santo. En
la primera lectura se nos muestra la propagación de la fe mediante la
predicación y la perseverancia de los discípulos, exhortados por los apóstoles
a la paciencia en medio de las tribulaciones, que son la puerta estrecha del
Reino. En el Evangelio se hace presente la nueva creación que se abre paso en
el amor con el que el Padre ha amado a Cristo y con el que Cristo nos ha amado
a nosotros, para que también nosotros podamos amarnos unos a otros, caminando
en la esperanza hacia la Jerusalén celestial que nos presenta la segunda
lectura, mientras llamamos a todos los hombres a la salvación por la fe en
Cristo, a la esperanza del Reino, y al amor fraterno. El amor de Dios es
entrega y es misericordia que regenerando en nosotros la comunión con él, nos
eleva a la condición de hijos adoptivos.
Cristo es glorificado, y Dios es
glorificado en él, que de tal modo ama a los hombres enviándoles a su Hijo, el
cuál se entrega a su voluntad, sin resistirse a nuestra dureza de corazón y a
nuestra obstinación en la maldad. Así, sus discípulos somos llamados a seguirle
negándonos a nosotros mismos en el amor de Cristo, en medio de muchas
tribulaciones, para conquistar el Reino, y anunciarlo a los hombres, con la
entrega de la propia vida. El Reino de los Cielos irrumpe con Cristo, y llegará
a su plenitud en la Iglesia celeste. Es engendrado en nosotros por la fe y se
gesta en el amor con el que el Padre ama al Hijo, y con el que el Hijo nos ama
a nosotros. Lo viejo: la muerte y el pecado han pasado, y el Espíritu lo
renueva todo. Un universo nuevo, un cántico nuevo, un mandamiento nuevo, para
amarnos en el amor de Cristo resucitado.
La noche va pasando y el día está encima.
En Cristo, el amor al prójimo ya no tiene la medida de nuestro amor meramente humano con el que todo hombre se ama a sí mismo, espontáneamente, sino la del amor de Cristo, que es el amor con el que el Padre ama eternamente al Hijo y con el que nos amó primero. Los discípulos, tendrán que esperar a que Cristo, después de resucitar de la muerte, derrame el amor de Dios en sus corazones por medio del Espíritu Santo, para poder seguirle al Padre, y cada uno en la misión que le sea confiada.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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