Domingo 31º del TO A
(Ml 1, 14-2,2.8-10; 1Ts 2, 7-9.13; Mt 23, 1-12)
Queridos hermanos:
Dios, que es Amor, quiere la felicidad
del hombre, y lo llama a la comunión con él que es la vida, sacándolo de su
propia complacencia y abriéndolo a la fe y al amor. El problema de escribas y
fariseos es que cerrados a la fe, prefieren ser amados, antes que amar;
prefieren la estima de los hombres a la comunión con Dios. Por eso les
dirá Jesús: “Cómo podéis creer vosotros que aceptáis gloria unos de otros y
no buscáis la gloria que viene sólo de Dios”. Sin la fe, el amor no puede
estar en su corazón, y la Ley desposeída del amor se convierte en una carga
insoportable para sí mismo, y en una exigencia para los demás. Su culto
es perverso y vano porque no busca la complacencia de Dios sino la suya propia,
y el verdadero culto a Dios es el amor: “¡Misericordia
quiero!”.
Esta palabra viene en nuestra ayuda
para movernos a buscar al Señor, negándonos a nosotros mismos mediante la
penitencia, y abriéndonos a los demás mediante la misericordia, en nuestro
camino hacia la Pascua. Necesitamos abajar nuestro yo, para abrirnos al tú del
amor, y en éste, encontrarnos ante el Tú de Dios.
En Cristo, Dios va a glorificar su
nombre como nunca antes, manifestando su amor, salvando a todos los hombres de
la muerte, entregándolo por nuestros pecados y resucitándolo para nuestra
justificación. “Ahora va a ser
glorificado el Hijo del hombre y Dios va a ser glorificado en él. ¡Padre,
glorifica tu nombre!” y dijo Dios: “Lo
he glorificado y de nuevo lo glorificaré.” La gloria de Dios y su
complacencia, son su entrega, y la que realiza su Hijo por nosotros.
Creer en Jesucristo da gloria a Dios,
porque por la fe, el hombre fructifica en el amor: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis
discípulos.” La semejanza de los discípulos con el Padre, y el Hijo, es el
amor, y el amor lo glorifica.
Si la principal misión de Israel y
también de la Iglesia es llevar a los hombres a Dios, ésta se cumple en el
amor, porque: “En esto conocerán todos
que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros.” El amor evangeliza mejor que las palabras,
porque “dicen y no hacen.”
Un fruto de amor da gloria a Dios,
porque el amor es de Dios; es él quien lo ha derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos ha dado. El que no cree, no tiene el amor de Dios
en su corazón y está condenado a buscar su propia gloria, porque no es posible
vivir sin amor; entonces pide la vida a las cosas y a las personas, sirviéndose
de ellas, pero sin amarlas, pero nada ni nadie pueden dar vida fuera de Dios.
El que no cree, no ama y no da gloria a Dios.
No hay más solución que volverse a
Cristo; creer en su palabra y guardarla en el corazón, para que como dice la
segunda lectura, permanezca operante en nosotros y dé frutos de amor.
Si por la Eucaristía nos unimos a Cristo
en este sacramento de su amor al Padre, lo glorificamos juntamente con él,
haciéndonos uno con su entrega amorosa a su voluntad.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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