Sábado 30º del TO
Lc 14, 1.7-11
Queridos hermanos:
Esta palabra parece una lección de puras relaciones humanas, educación o buenas maneras, pero sabemos que Cristo no se molestaría sólo por eso, y que los evangelistas le han sabido dar su aplicación espiritual. La humildad sin duda es una virtud cristiana que forma grupo con el servicio y la caridad en las que se puede contemplar la verdadera grandeza cristiana a ejemplo del Maestro y el Señor, que se ciñe para servir. Esta es la fuente de la verdadera humildad: la caridad de Cristo que ha querido humillarse hasta la muerte de cruz por nosotros.
Quien tiene el Espíritu de Cristo,
participa de su humildad en la alegría que procede del mismo Espíritu, y que
caracteriza la autenticidad de la humildad cristiana. Como dice san Pablo:
“considerando a los otros como superiores a ti; teniendo los sentimientos de
Jesús”.
Dios revela sus secretos a los
humildes. Dice también la Escritura que: “Dios da su gracia a los humildes”;
que “el que se humille será ensalzado”. Así pues, la humildad no es una meta,
sino la aceptación de que sea Dios mismo quién provea y quién colme nuestro
ser. Naturalmente esto no es posible sin el obsequio de la fe, porque nuestro
espíritu herido por la muerte del pecado, busca constantemente ser. Es
necesario haber tomado conciencia del encuentro, que Dios mismo ha propiciado a
través de Cristo en nuestra existencia.
Nuestra actuación patentiza, hasta que
punto se ha realizado en nosotros el encuentro con Cristo, que hace posible que
podamos abajarnos, vaciarnos, someternos como él se anonadó a sí mismo. A quién
ha encontrado a Cristo, le basta ser en Cristo. Su deseo de ser, queda
satisfecho y han sido plantadas en él, las raíces de la humildad. El mundo deja
de ser el proveedor de sustento para su espíritu, porque Cristo ha empezado ha
vivir en él.
El hombre tiene una dimensión y una
vocación de realización, que Dios, desde su “Hagamos”, espacio-temporal, ha
querido con una grandiosidad muy distinta a la que aspira la caída naturaleza
humana. Sus aspiraciones no son otra cosa que vana hinchazón, incapacitado para
las grandezas de la oblación que sólo Cristo revela y comunica por
participación del Espíritu. Como dice el Concilio en su constitución GS, sólo
el Verbo Encarnado revela al hombre su auténtica dimensión, cuyo conocimiento
aceptado, llamamos humildad, en la más teresiana de sus acepciones.
Dios se complace en la humildad del
hombre, porque sus rasgos son los de su Hijo predilecto, aceptados en el Siervo
obediente que imprime sus marcas en quién lo ama. Ella será la vestidura que lo
coronará de gloria y honor en el Reino, el día de la resurrección de los
justos.
Que así sea.
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