Domingo 33º del TO A
(Pr 31,
10-13.19-20.30-31; 1Ts 5, 1-6; Mt 25, 14-30)
Queridos hermanos:
Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la venida próxima del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.
La palabra de este domingo nos
presenta el sentido de la vida, como un tiempo de misión para hacer fructificar
el don del amor de Dios que hemos recibido por la efusión de su Espíritu. El
amor es entendido como trabajo, en el servicio. Escuchando la primera lectura
uno puede pensar cuál sea la función de un hombre con una mujer semejante, pero
no hay que olvidar que para Israel, la actividad prioritaria del varón es el
estudio de las Escrituras; después viene el cultivo de la tierra, y después
todo lo demás. Es la actitud de servicio: de entrega y amor de esa mujer ideal
de la que nos habla la primera lectura, la que centra la palabra del Evangelio,
dando contenido al trabajo y al negociar de los siervos de la parábola. No es
tanto lo que uno dé, cuanto lo que uno se da, como dijo el Señor a Oseas: “Yo quiero amor” Es la actitud de la viuda
del Evangelio con sus dos moneditas. Los carismas, son el amor concreto con el
que el Espíritu edifica a la Iglesia en función del mundo. Entonces nosotros,
si hemos dado este fruto seremos llamados “siervo
bueno y fiel, y seremos invitados a entrar en el gozo del Señor; y aquellos
a quienes con nuestra vida y con nuestras palabras habremos ganado para el
Señor recibirán su propia sentencia: “Venid
benditos de mi padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros
desde la creación del mundo”.
El Señor que nos ha llamado a la
misión y nos ha dado de su Espíritu, a cada cual según su capacidad, volverá a
recibir los frutos y a dar a cada uno según su trabajo, una recompensa buena,
apretada, remecida y rebosante, sin parangón con nuestros esfuerzos, según su
omnipotencia y generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el señor no se
queda con nada. Incluso el que tiene diez, recibe el talento del siervo malo y perezoso. Es imposible
hacernos una idea de los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San
Pablo sólo alcanza a decir que: “nuestros
sufrimientos en el tiempo presente, no son comparables a la gloria que se ha de
manifestar en nosotros, porque ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la
mente del hombre lo que Dios ha preparado para quienes le aman.”
Esta vida, con sus trabajos, sus
sufrimientos y sus frutos, es en
realidad “lo poco” a lo que somos llamados a ser fieles, y que será “lo mucho”
en una vida eterna, para nosotros, y para cuantos el Señor acoja en su gloria a
través de nuestro servicio humilde. Las gracias recibidas y puestas por obra,
habrán fructificado centuplicadas por la virtud de su Nombre, para su gloria,
en la salvación de los hombres, alcanzándoles la herencia preparada para ellos
desde la creación del mundo, participando del gozo de su Señor, que será pleno
en ellos y en nosotros, que hemos puesto nuestra vida en ayudarlos a
alcanzarlo, como el “siervo bueno y fiel”.
El estar en vela del que habla san
Pablo en la segunda lectura, consiste en la vigilancia de un corazón que ama, en
consonancia con el don recibido. Pensemos en la esposa del Cantar de los Cantares:
“Mi corazón velaba y la voz de mi amado
oí.”
El amor es siempre actividad fecunda
en el servicio, como vemos en la primera lectura y en el Evangelio. En cambio
el pecado, como ruptura con el amor, produce el miedo ya desde el Génesis. En
eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia
recibida; en cambiar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia
por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe,
y como un miembro muerto, deberá ser amputado para no exponer a todo el cuerpo
a su propia gangrena. Quien habiendo recibido de Cristo su talento sólo vive
para las cosas de la tierra, es como si lo enterrara; como si ocultara la luz
debajo del celemín, dijo Orígenes: Cuando
vieres alguno que tiene habilidad para enseñar y aprovechar a las almas, y que
oculta este mérito, aunque en el trato manifieste cierta religiosidad, no dudes
en decir que este tal recibió un talento y él mismo lo enterró (Orígenes,
in Matthaeum, 33).
A veces nos lamentamos de no alcanzar
a comprender la grandiosidad de Dios, de su bondad y de su amor, pero esta
incapacidad está en consonancia con la que tenemos de no darnos cuenta de la
gravedad de nuestros pecados. Dios en su sabiduría va acrecentando la
conciencia de nuestras faltas, en la medida en que progresa nuestro
conocimiento de Dios y madura en nosotros su amor. Lo segundo lleva a lo
primero. La pecadora del Evangelio a la que se ha perdonado mucho, muestra en
consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho. Ya dice san Juan que: “el
amor no consiste en lo que nosotros hayamos amado a Dios, sino en lo que él nos
amó primero.”
Lo más importante es confiar en el
Señor y servir a su generosidad con amor y a su amor con generosidad, sin mirar
excesivamente al resultado, porque es
Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no
está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.
Dice Jesús: ”Mi Padre trabaja
siempre, y yo, también trabajo”. Es la actividad constante del amor, que
Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la
gran obra de la Regeneración.
Proclamemos juntos nuestra fe. www.jesusbayarri.com
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