Ascensión del Señor A
(Hch 1, 1-11; Ef 1, 17-27; A: Mt 28, 16-20; B: Mc 16,
15-20; C: Lc 24, 46-53).
Queridos hermanos
Esta fiesta viene a avivar en nosotros
la esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión con Dios. El que
bajó por nosotros, asciende con nosotros a la gloria: “suba con él nuestro
corazón”. Las figuras de Enoc y Elías abrieron nuestra mente y avivaron
nuestro deseo, de alcanzar las ansias profundas de nuestro espíritu, sofocadas
por la frustración del pecado, y que llegan a su plenitud en Cristo.
Ascender, subir, sentarse y los demás
términos que describen el acontecimiento, son conceptos que nos hablan en
realidad de un trascender esta realidad terrena, exaltar, glorificar, o asumir
en la gloria celeste, entrando en una dimensión inaccesible a nuestros
sentidos, que llamamos cielo, de la persona de nuestro Señor Jesucristo.
Terminada su obra de salvación, Cristo “asciende”
al cielo y “se sienta” “a la derecha” del Padre. Su encarnación ha hecho
posible su entrega y ahora su presencia no será ya externa sino interior: ya no
estará entre nosotros, sino en nosotros.
Cristo está en el Padre para interceder
por nosotros, y está dentro de nosotros sosteniéndonos e intercediendo por el
mundo. La fuerza que moverá a los discípulos ya no será la del ejemplo del Hijo,
sino la del amor del Padre, derramado en su corazón por el Espíritu.
Con él asciende nuestra naturaleza
humana. Un hombre entra en el cielo, en Cristo, dándonos a conocer la riqueza
de la gloria otorgada por Dios en herencia a los santos, como dice san Pablo: “A
nosotros que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande amor con que
nos amó, nos vivificó, nos resucitó, y nos hizo sentar en él, en los cielos,
para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con
nosotros.”
No es sólo nuestra carne la que entra en
el cielo, sino nuestra Cabeza, cabeza del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia,
del cual nosotros somos miembros. Esta es pues nuestra esperanza como miembros
de su Cuerpo: seguir unidos a él en la gloria. Por eso debemos siempre “buscar
las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra cabeza, en espera de su
venida, sin que las cosas de abajo nos aparten de nuestra meta. Cuando vino a
nosotros no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos deja, sino que nos
manda su Espíritu. De simples creaturas hemos pasado a ser hijos.
Con la filiación hemos recibido también
la misión. Mientras el mundo ve a Cristo en nosotros, nosotros le vemos en la
misión, porque el Espíritu nos lo muestra en los frutos.
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