La comunidad cristiana, evangelizada y evangelizadora
Como dijo
alguien, evangelizar es convencer a una persona de que Dios la ama, y para ello
habrá que mostrarle a Jesucristo, a quien el Padre ha enviado para anunciarnos su
amor, testificarlo con su entrega por nosotros en la cruz, y dárnoslo a gustar
mediante el don de su Espíritu, que derrama en el corazón del creyente el amor
de Dios. Así lo expresa san Juan en su Evangelio, por boca del Señor, mediante
el signo visible de la comunidad cristiana:
“Que todos sean uno Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean
uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. Efectivamente,
esta es la obra del Espíritu Santo, como continúa diciendo san Juan: “Yo les he dado la gloria (el Espíritu
Santo) que tú me diste, para que sean uno
como nosotros somos uno yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno
y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos
como me has amado a mí” (Jn 17, 20-23).
Esta
es la vivencia comunitaria de la Iglesia desde los inicios: “La multitud de los creyentes tenía un solo
corazón y una sola alma. “Se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de
Salomón; y el pueblo hablaba de ellos
con elogio. Los creyentes cada vez en mayor número se adherían al Señor, una
multitud de hombres y mujeres.”
En estos tiempos,
la vivencia de la comunidad debe continuar siendo la misma que ya había
señalado el Señor: “En esto conocerán
todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros.”
Solo desde esta vivencia que testifica la presencia de Cristo en nosotros, es
posible el anuncio del Evangelio, como buena noticia, de que es posible que un
amor que venza la muerte de sus miserias, se realice en ellos.
La
vivencia comunitaria, es en definitiva la experiencia eclesial, de una relación
esponsal con Nuestro Señor Jesucristo, creador a su vez, de la comunión
fraterna, y la exultación gozosa de su esposa, la Iglesia, impulsada a
comunicar a todos su propia experiencia de elección gratuita de su amante
Esposo.
Esta es la reflexión que hace la
Iglesia en boca de la Virgen María: Dios se ha fijado en la pequeñez de su
sierva y ha hecho en mí maravillas; santo es su Nombre y eterna su
misericordia; que los humildes lo escuchen y se alegren. Venid conmigo y os mostraré
los prodigios de su amor.
Nacida en medio del desierto de una
humanidad asolada por el pecado. Nadie como ella ha florecido en pureza y
virginidad, y ha destilado la buena obra de su fe, que nos ha alcanzado la
salvación por Nuestro Señor Jesucristo. “Como
azucena entre cardos es mi amada entre las doncellas” (Ct 2, 2).
El amor a Cristo llevó a María
Magdalena de madrugada al sepulcro, sin detenerse a razonar cómo sería posible
remover la piedra que lo cerraba, “que
era muy grande”. Efectivamente, como dijo Pascal: El corazón tiene razones
que la razón no comprende. Estas mismas razones, la llevaron a abalanzarse a
los pies de Jesús, haciendo lo que es propio de la esposa, pero María Magdalena
tuvo que esperar a que se consumase el nacimiento del Cuerpo de Cristo para ser
“esposa” de Cristo en la comunidad, y “tocar” a Cristo resucitado, tal como nos
cuenta el Evangelio según san Mateo, en el que junto a las otras mujeres, en
comunidad, sí pudo “tocarle y no soltarle”, como la esposa del Cantar de los
Cantares: “lo he abrazado y no lo soltaré hasta que se consume mi unión
con él, en la morada del amor en que fui concebida (cf. Ct 3, 4)”: “Y ellas, acercándose, se asieron de sus
pies y le adoraron (Mt 28, 9),
El Señor, queriendo evangelizar a todas las naciones, se detuvo como signo, en Samaria, figura de la gentilidad llamada a ser esposa de Cristo, como dice San Agustín refiriéndose a la Iglesia. Ha llegado la hora de “conocer a Dios”; de amar a Dios: Padre, Espíritu y Verdad, como el Padre quiere que se le adore, porque Dios es Amor. Desposada con Cristo por la fe, puede olvidar su cántaro, como el ciego su manto, y como los apóstoles sus redes, y la barca, y destilando mirra fluida sus dedos, como la esposa del Cantar de los Cantares, corre a evangelizar; va a proclamar lo que ha conocido; va a compartir los torrentes de “agua viva” que brotan de su seno para vida eterna. Ha sido evangelizada y es evangelizadora. ¡Las naciones, se incorporan a la Iglesia!
Con esta perspectiva, la comunidad cristiana
puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el
Apocalipsis, es el suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en
la historia: "El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). Esta
es la invitación final del Apocalipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento:
"Y el que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que
quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús!
(Juan Pablo II,
catequesis del 3 de julio de 1991.)
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