Domingo 3º de Cuaresma C
(Ex 3, 1-8.13-15; 1Co 10, 1-6.10-12; Lc 13, 1-9)
Queridos hermanos:
Este
domingo la liturgia nos presenta la “Visita” del Señor. El Señor visita para
salvar y visita para juzgar. Para salvar a su pueblo, Egipto será juzgado, y en
él nuestro enemigo que nos mantiene esclavos. La salvación está en la
conversión, abandonando la vida de esclavitud y sus ídolos, con la ayuda de
Dios.
Dios
“ha visto” la opresión de su pueblo, “ha oído” sus quejas, “ha bajado” a librarlos: Tres
momentos de aproximación a la triste realidad de su pueblo, y las tres veces
que el dueño de la viña visitará la higuera en busca de fruto. Dios quiere
salvar a su pueblo a través de un enviado al que revela su nombre, y al que
confía su poder. El enviado será Cristo cuya figura fue Moisés, como también la
liberación de Egipto será figura de la verdadera salvación que se nos da por el
perdón de los pecados. Dios llama a Moisés para que dejando su bucólica vida de
pastor, vaya a sacar a su pueblo de Egipto combatiendo contra el Faraón. Será
la Pascua del Señor. También Cristo será enviado para hacer Pascua con nosotros.
La muerte de la que Moisés fue librado al nacer, la asumirá plenamente Cristo
venciéndola para nosotros definitivamente.
Si
el pueblo en Egipto no cree la palabra de Dios que Moisés su enviado le
anuncia, y no se apoya en Yo Soy y en
su promesa, permanecerá en la esclavitud de Egipto para siempre, o se
arrastrará murmurando por el desierto y allí perecerá.
Cuando
los judíos acuden a Jesús, horrorizados por la tragedia sufrida por algunos
galileos cuya sangre mezcló Pilatos con la de sus sacrificios, Jesús les hará
caer en la cuenta de que sobre ellos pesa una amenaza de consecuencias más temibles,
si no acogen a quien viene para librarlos de sus pecados. Son sus pecados, los
que sitúan sobre sus cabezas la terrible amenaza que los asemeja a aquellos
galileos o a los dieciocho desgraciados sobre los que se desplomó la torre de
Siloé. Hay una desgracia peor, de la que hay que cuidarse mediante la
conversión, que es, la de la muerte del pecado. Cristo viene a perdonarlo a
aquellos que le acogen creyendo en él:
“Porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24).
Si la salvación que Dios ha provisto en su infinito amor enviando a su propio
Hijo, es rechazada, que otra posibilidad queda de escapar a la “muerte sin remedio” (cf. Ge 2, 17).
San
Pablo dirá que “estas cosas sucedieron en
figura para nosotros que hemos llegado a la plenitud de los tiempos”. Para
nosotros que nos encontramos en el tiempo oportuno y en el día de salvación,
que es, el “año de gracia del Señor”,
que la Cuaresma nos recuerda. Para nosotros proclama hoy la Iglesia estas
cosas, con la esperanza de que produzcan frutos de conversión en nosotros y no
tenga que ser maldecida ni cortada nuestra higuera, cuando terminado el “tiempo de higos” venga sobre nosotros el
“tiempo de juicio” con la “visita” del
Señor.
Que nuestro ¡amen! a Cristo, que se nos da hoy en la Eucaristía, nos reafirme en la acogida de la misericordia de Dios y nos abra a las necesidades de nuestros semejantes.
Proclamemos
juntos nuestra fe.
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