Domingo 17º del TO C
(Ge 18, 20-32; Col 2, 12-14; Lc 11, 1-13)
Queridos hermanos:
En medio de los pecados de los
hombres, Dios ha querido otorgar su misericordia a través de la oración.
Desde la oración de Abrahán con sus
seis intercesiones, sólo en favor de los justos y que se detiene en el número
diez, a la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los
pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino
que recorrer en la fe que hace perfecta la oración en el amor de Dios. A tanta
misericordia no alcanzaron todavía la fe y la oración de Abrahán para dar a
Dios la gloria que le era debida, con la que Cristo glorificó su Nombre, y con
la que el Padre fue complacido por el Hijo. En efecto, se salvó Lot, pero Sodoma
no se escapó de la destrucción.
Con este espíritu de perfecta
misericordia, los discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los
pecadores por los que Él se entregó asumiendo su culpa.
Hoy, la palabra nos plantea la oración y
la escucha fecundas de perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida en
el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra
necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La
oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto
a las necesidades del mundo.
La oración del “Padre nuestro”, habla a
Dios de lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y
lo hace desde su condición de nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a
Dios en su Reino, y le pide el pan necesario para sustentar la vida nueva y
defenderla del enemigo.
Dios nos perdona gratuitamente y nos da
su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del
mundo y para que así, seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de
nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el
hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no
perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.
El mundo pide un sustento a las cosas, y
a las creaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora,
el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su
voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia
precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de nuestro Señor Jesucristo y
padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos
trae el Reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de
Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia
y no se corrompe; y alcanza el perdón.
Este es el pan que recibimos en la eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da además el alimento material por añadidura.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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