Domingo 14º del TO C
(Is 66, 10-14c; Ga 6, 14-18; Lc 10, 1-12.17-20)
Queridos hermanos:
Los apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación
de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto,
son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel, que
los envía a dar testimonio del amor (Gregorio Mgno. Hom., 17, 1-4.7s). Como
dice el libro de los Proverbios: "Un
hermano ayudado por otro es como una ciudad fortificada" (Pr 18,19).
Decía San Pablo en la segunda lectura: ¡Dios me libre de
gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo
es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste,
pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. También cuando la primera
lectura habla de la consolación futura, nos indica la realidad del sufrimiento y
la persecución, presentes en quienes testifican a Cristo. Esa es la razón por
la cual, siendo grande “la mies” de
los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en
ella, como dice San Gregorio. Qué grande es el hombre y su libertad, y que
tremendo el poder de la oración, a la que Dios quiere someter las gracias
necesarias para suscitar operarios para su mies.
Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la
vida del testigo como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es entregarla
a semejanza de Cristo, perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una
inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se
impone y debe ser acogido en la libertad, y en la humildad de quienes lo
presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la
sola omnipotencia del amor.
También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos
como testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía,
incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como
lo fue él mismo evangelista y todos los demás discípulos, cuyos nombres permanecen
unidos a la Historia de la Salvación y escritos en los cielos, y cuyos hechos
proclamamos como palabras del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando a la
humanidad.
En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir
incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete
el número de los hijos de Dios; la
muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis
(7, 9).
A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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