Domingo 15º del TO C

 Domingo 15º del TO C

(Dt 30, 10-14; Col 1,15-20; Lc 10, 25-37) 

 Queridos hermanos: 

Vida eterna es amar sin excluir a nadie; considerar a cualquiera que se acerque a nosotros como prójimo, en cuanto objeto de nuestro amor, y amar a Dios con todo el ser. La vida eterna es el amor que saca a la persona de sí misma y la lanza a Dios y al hermano sin distinción; a cuantos se acercan a nosotros. Dios se ha hecho cercano al hombre por la encarnación de su Hijo en Jesucristo, de manera que la vida eterna de su amor pase a nosotros dándonos la gracia de amar.

No olvidemos que el “buen samaritano” es Cristo y todo aquel que tiene su espíritu. Nosotros somos también el hombre atacado y malherido a quien Él, que ha bajado del cielo (Jerusalén) a la tierra (Jericó), ha socorrido en su camino. En Cristo, se unen el amor a Dios y al hombre. Él es el Dios cercano y el prójimo de todo hombre, como buen samaritano que se hace el encontradizo con nosotros en el camino en el que fuimos malamente heridos.

“Haz tú lo mismo” dice Cristo, para lo cual es necesario su Espíritu. Tanto el que cuestiona la Ley como los que con pretexto de la Ley rehuyen la misericordia, no cumplen la Ley, cuyo espíritu es la misericordia y el amor. Vale más la imperfecta doctrina del samaritano que usa de misericordia, que la ortodoxia de sacerdotes y legistas que la rehuyen, porque toda la Ley y los profetas penden del amor.

          Se leía en el oráculo de Delfos: ”Conócete a ti mismo” y con toda razón porque sólo quien se conoce puede darse. No obstante, para darse hay además que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo de las pasiones o de los demonios. Pero para poseerse el hombre necesita encontrarse. Es necesario que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el Paraíso: “¿Dónde estás?”. El hombre está escondido por el miedo, pero como de Dios es imposible esconderse, de quien se esconde realmente el hombre por el miedo, es de sí mismo, como dice san Agustín en sus “Confesiones”: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar” (San Agustín, Confesiones, libro 5-cap. II). Dios le invita con su pregunta por tanto, a encontrarse; a reconocerse lejos del amor y a convertirse, pues sabemos que “el amor expulsa el temor; que no hay temor en el amor” (1Jn 4,18). Esto remite a Cristo, al perdón de los pecados. Él, nos amó primero. A eso ha venido Cristo. El nos libra del yugo de las pasiones. Él nos da el Espíritu Santo.

Entonces podremos amar con todo el corazón (mente y voluntad), con toda la vida y con todas las fuerzas. A Dios se le debe amar con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios especifica “con que” se debe amar, mientras que el del prójimo “cómo”, de que manera. El amor a Dios debe ser holístico, implica la totalidad del ser y del tener; no admite división, porque el Señor es Uno y nadie se le puede equiparar. En cambio en el amor al prójimo, siendo un sujeto plural, el mandamiento especifica la forma del amor, unificándola en el amor de sí mismo. Un amor con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad, y prioridad, con que nos nace amarnos a nosotros mismos. Sabemos, no obstante, que Cristo ha superado esta forma de amor al prójimo, por la del amor con el que él nos ha amado (Jn 13, 34). Cristo nos ha amado con el amor del Padre; un amor que perdona el pecado y salva, y este amor a los enemigos, antes de Cristo, no podía ser para el hombre ni siquiera objeto de deseo, pero ahora se ha hecho realidad. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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