Martes 29º del TO
Lc 12, 35-38
La espera del Esposo:
Queridos hermanos:
“Estén
ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas.” Se espera, además, con la
puerta cerrada, para abrirla sólo al Señor cuando llegue y llame. Otros vienen
a llamar —como el ladrón del versículo 39—, pero no encuentran franca la
entrada del corazón, porque la verdadera vigilancia es la del corazón. Como
dice la esposa del Cantar: “Yo dormía, pero mi corazón velaba”, porque el
corazón se va tras el bien que atesora. Por eso: “Sea el Señor tu delicia, y Él
te dará lo que ansía tu corazón”, adornado con la prudencia de las vírgenes del
Evangelio (Mt 25, 1-13).
Vigilar
es, pues, vivir en el Señor. Tener el corazón en el Señor es amarlo. Vigilar y
amar se corresponden, y se acompañan de sobriedad y santidad (1P 1, 13-16). El
que ama, espera; y transforma la ausencia en presencia interior rebosante de
gozo. El que ama, puede acoger al Amado que llega en la noche, de repente, y
arrastra consigo a la fiesta de bodas al que está preparado y esperando. Llega
el banquete en el que el Señor se hace siervo, y el siervo desposa a su Señor.
La espera del amor es gozosa, más fuerte que la muerte, y es defensa frente al
ataque del enemigo (Mt 24, 43).
Esta
es una palabra que nos exhorta a la intimidad del amor. Porque el que ama,
espera en medio de la oscura incertidumbre de la vida, y se prepara para
acompañar al Esposo hasta la consumación del amor. El amor, envuelto en gozo,
acrecienta el deseo, para que la debilidad del sueño no sea capaz de
perturbarlo, ni apagarlo las aguas torrenciales del sufrimiento.
El
Señor se ha desposado con nosotros entregándose en la cruz. Y nosotros le
esperamos entregándonos a Él, a su voluntad, amándole con toda nuestra vida:
“Si alguno me ama, guardará mi palabra; el que cumple mis mandamientos, ese me
ama; y este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he
amado.” Esperemos despiertos en el amor, y amémonos en la espera. “¡El que no
ame a Cristo, sea anatema!” ¡Ven, Señor!
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