Domingo 30 del TO C
Eclo 35, 12-22; 2Tm 4, 6-8.16-18; Lc 18, 9-14
Queridos hermanos:
El pasado domingo, la Palabra nos hablaba de la oración constante y sin desfallecer; hoy nos presenta otras de sus cualidades necesarias: la humildad y la misericordia. Acudir a la misericordia de Dios con nuestra propia misericordia y con humildad son condiciones necesarias para ser escuchados nosotros, a quienes Él ha mostrado su amor.
Al
publicano, y a cualquier pecador que acude al Señor creyendo en su
misericordia, le basta la humildad de reconocerse pecador para ser justificado
por el Señor, porque: “El que se ensalce será humillado, y el que se humille
será ensalzado”.
La
justicia verdadera está en el corazón, y Dios la conoce porque procede de Él.
Es Él quien justifica al hombre concebido en la culpa, al pecador que lo invoca
con el corazón contrito y humillado. El justo no desprecia a nadie, porque sabe
que su justicia viene de Dios, y la humildad es su compañera. Lo primero que
hace el justo es acusarse a sí mismo. Siendo un don gratuito del amor de Dios
al que cree, produce en el justificado amor a Dios, misericordia y esperanza en
el cumplimiento de su promesa. Siente la necesidad de la unión con Dios, y lo
busca a través de la oración.
El
fariseo de la parábola tiene ciertas virtudes por las que dar gracias a Dios,
pero, olvidando su condición pecadora y el origen de sus gracias, se glorifica
a sí mismo, robando su gloria a Dios. “Será humillado”. Además, el valor de sus
virtudes queda reducido a su componente carnal por su falta de misericordia. En
efecto, al proceder de la misericordia gratuita de Dios, nuestra justicia se
acompaña de la humildad y de la misericordia recibida. De ahí que justicia,
humildad y misericordia vayan siempre unidas, de tal forma que, al faltar una,
las otras desaparezcan. Dejar de recordar los propios pecados y el “Egipto” del
que fue liberado lleva al hombre a alejarse del amor y de la gratitud, y a
precipitarse en la ciénaga del juicio, que se vuelve contra quien juzga.
Para
san Pablo, la justicia es fruto de la fe que procede de Dios, y no de los
propios méritos. Ser justo consiste en mantenerse en el don recibido por la fe
que obra por la caridad y deviene en fidelidad. “El justo vivirá por su
fidelidad” (Hab 2,4). “Permaneced en mi amor”. Por eso, el humilde —que es
además justo y misericordioso— glorifica a Dios por los dones recibidos, sin
despreciar a los pecadores, e intercediendo por ellos.
Para
que un publicano vaya al templo y rece a Dios, le son necesarias dos gracias:
la primera le permite creer en la misericordia divina que justifica al malvado,
y la segunda, humillarse. Como dice la Escritura: “Creyó Abraham en Dios, y le
fue reputado como justicia”. “El que se humille será ensalzado”.
Reconozcámonos,
pues, humildemente agraciados, y unámonos a la misericordia de Dios, que se
hace don para nosotros en el cuerpo y la sangre de Cristo, y en nosotros, don
para los demás, aun en sus pecados.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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