Todos los santos
Ap 7, 2-4.9.14; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12
Queridos hermanos:
Decía Benedicto XVI, en este día del año 2007: “Nuestro corazón, atravesando los confines del tiempo y del espacio, se dilata a las dimensiones del cielo.”
Hoy
celebramos la solemnidad de aquellos discípulos, amigos de Cristo, hijos de
Dios, que han concluido su peregrinación terrena y su purificación. Ellos
vienen de la gran tribulación; en ellos ha sido restaurada la imagen de Dios.
Han alcanzado ya la patria celestial y aguardan, gloriosos, a que se complete
el número de los hijos de Dios y a la resurrección de la carne.
Conmemoramos
a la Iglesia triunfante, ante la cual no prevalecerán las puertas del infierno.
Ellos fueron los pobres de espíritu, los mansos, los que lloraron, los que
padecieron hambre y sed de justicia, los misericordiosos y limpios de corazón,
los que trabajaron por la paz y fueron perseguidos por causa de la justicia.
Han tomado posesión del Reino de los Cielos, han heredado la tierra, son ahora
consolados y saciados, han alcanzado misericordia, ven a Dios, son llamados
hijos suyos y participan de la gloria eterna.
Como
dice san Bernardo en el Oficio de Lecturas de este día, los hacemos presentes
para que su memoria avive en nosotros el deseo de unirnos a ellos en el Señor,
e intercedan por nosotros, que ahora somos los pobres de espíritu, los que
lloran, los perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe.
Somos aquellos de los que habla el Evangelio, llamados a ser bienaventurados
como ellos, en medio de la muchedumbre inmensa que contempla el Apocalipsis
(cf. Ap 7,9). San Pablo recuerda a los Tesalonicenses: “Esta es la voluntad
de Dios: vuestra santificación” (cf. 1 Tes 4,3).
En
los albores del cristianismo, a los miembros de la Iglesia se les llamaba “los
santos”. En la primera carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo se dirige “a
aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos,
junto a todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor
Jesucristo.” La santidad consiste en que el amor de Dios sea derramado en
nuestro corazón por obra del Espíritu Santo.
En
efecto, decía el papa Benedicto XVI: el cristiano es ya santo, porque el
Bautismo lo une a Jesús y a su Misterio Pascual. Pero, al mismo tiempo, debe
convertirse, conformarse a Él cada vez más íntimamente, hasta que en él se
complete la imagen de Cristo, el hombre celeste. A veces se piensa que la
santidad es una condición de privilegio reservada a unos pocos elegidos. En
realidad, ser santo es el deber de cada cristiano; es más, podemos decir: ¡de
cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios, desde siempre, nos ha bendecido y
elegido en Cristo para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el
amor.”
Esta
palabra nos involucra a todos. Todos los seres humanos estamos llamados a la
santidad, que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en
aquella “semejanza” con Él según la cual hemos sido creados. Todos los seres
humanos son hijos de Dios —en sentido lato— y todos deben convertirse en
aquello que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a
todos a formar parte de su pueblo santo. El Camino es Cristo, el Hijo, el Santo
de Dios: “Nadie va al Padre sino por medio de Él” (cf. Jn 14,6).
Que
la fidelidad de los santos a la voluntad de Dios nos estimule a avanzar con
humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes
testigos valientes de Cristo, dando razón de nuestra esperanza, y tratando de
reunir en torno a nosotros a quienes no le conocen y gimen sin esperanza, a
manos de los demonios y de los ídolos de este mundo.
Ellos,
que han vencido en las pruebas, pueden, con su intercesión, ayudarnos ahora en
el combate. Nuestra esperanza se fortalece, y en ella se van quemando las
impurezas de nuestra debilidad.
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