Conmemoración de todos los fieles difuntos
En domingo: Sb 4, 7-15; Rm 5, 5-11; Jn 14, 1-6
Lm 3, 17-26; Rm 6,3-9; Jn 14, 1-6s
Sb 3, 1-9; 1Jn 3, 14-16; Mt 25, 31-46
Queridos hermanos:
Decía el Santo Padre en una fiesta de Todos los Santos: Con sabiduría, la Iglesia ha dispuesto en estrecha sucesión la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos.
A nuestra oración de alabanza a Dios y de
veneración a los espíritus beatos —que la Escritura nos presenta como “una multitud
inmensa, que nadie podía contar, de toda raza, lengua, pueblo y nación”— se une
nuestra súplica de sufragio por aquellos que nos han precedido en el tránsito
de este mundo a la vida eterna, y que esperan su completa purificación.
A ellos dedicamos de manera especial nuestra
oración, y por ellos celebraremos el sacrificio eucarístico. Verdaderamente,
cada día la Iglesia nos invita a rezar por ellos, ofreciendo también nuestros
sufrimientos y fatigas cotidianas, para que, una vez purificados completamente,
sean admitidos a gozar eternamente de la luz y de la paz del Señor.
En el centro de la asamblea de los santos
resplandece la Virgen María. A Ella encomendamos a nuestros queridos difuntos,
con la íntima esperanza de encontrarnos un día todos juntos en la comunión
gloriosa de los santos.
El Evangelio de Juan nos presenta la promesa del
Señor de venir a buscarnos para llevarnos con Él a la casa del Padre.
El Evangelio de Mateo nos presenta a los discípulos
—y, por tanto, a la Iglesia— en su misión de salvación, como norma de juicio
ante las naciones y analogía del Verbo encarnado, a través de la filiación
divina que los constituye en hermanos de Cristo y miembros de su Cuerpo
místico.
Los creyentes debemos tomar conciencia de nuestra
condición de “hijos del Padre” y “hermanos de Cristo”, y también de nuestra
condición de “pequeños”, mediadores de la salvación de Cristo a las naciones:
“Quien a vosotros recibe, a mí me recibe.”
Misión de destruir la muerte del mundo en nuestros
propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues mientras nosotros
morimos, el mundo recibe la vida (cf. 2 Co 4,12).
Por eso, al ver que aún es tiempo de salvación y de
misericordia, hacemos presentes a nuestros hermanos difuntos, para que sean
pronto purificados y alcancen la promesa de la bienaventuranza.
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