San Francisco de Asís

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Lc 10, 17-24

El juicio de la misericordia

Ayer, la Palabra nos hablaba del juicio. No de un juicio de condena, sino del juicio primero, el juicio de misericordia que Dios ofrece al mundo por medio del Evangelio. Este juicio se enmarca en el envío de los setenta y dos discípulos, enviados como heraldos de la paz, como mensajeros del Reino. Por este anuncio, los hombres son liberados del poder del maligno, que es derribado del cielo —ese cielo falso donde el pecado lo había entronizado, usurpando el lugar de Dios.

En primer lugar, el Espíritu Santo nos revela al Padre y al Hijo, y con ellos, los misterios del Reino. El mal retrocede, el pecado es perdonado, y en quienes acogen la predicación, brota la comunión. Retornan a la inocencia original, a esa paz primera que Dios quiso para el hombre. Dios se hace nuestro prójimo, se acerca, nos llama a la intimidad con Él. El Señor anuncia la Buena Nueva a los pobres, enaltece a los humildes. Bienaventurados los pobres de espíritu —a quienes hoy llama “los pequeños”— porque a ellos les ha sido revelado lo que ni profetas ni reyes pudieron contemplar.

Cristo se alegra. Se alegra de la irrupción del Reino de Dios, del desmoronarse del reino de Satanás. Pero a los discípulos que celebran su poder sobre los demonios, les recuerda lo esencial: “Alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo.” Porque ese es el verdadero gozo: ser conocidos por Dios, estar inscritos en el libro de la Vida.

El Apocalipsis nos habla de ese libro. De los libros que serán abiertos en el segundo juicio. En ellos están las obras de los hombres, y los nombres de quienes acogieron la misericordia en el primer juicio. El libro de la Vida. Y esto, hermanos, debe impulsar a los apóstoles, y también a nosotros: que nuestros nombres no sean borrados de ese libro, para no ser arrojados al lago de fuego preparado para el demonio y sus ángeles.

Dice el Evangelio: “Aquel día muchos dirán: Señor, hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas, y en tu nombre hicimos muchos milagros. Y yo les declararé: Jamás os conocí. Apartaos de mí, agentes de iniquidad.” ¡Qué palabra tan dura! Pero también tan justa. Porque no basta con hacer cosas en nombre de Dios; es necesario vivir en comunión con Él, obrar con rectitud, caminar en la verdad.

Hoy esta Palabra viene a nosotros, que hemos sido llamados en la Iglesia a anunciar el Reino como pequeños, como humildes, como aquellos a quienes se han revelado los misterios del Reino. Se nos ha dado el don de ver y oír lo que otros no pudieron. Pero también se nos ha dado la fuerza del Espíritu para obrar en consecuencia. Que nuestras obras no sean de iniquidad, sino de luz. Que nuestros nombres permanezcan escritos en el libro de la Vida. Y que, en aquel día, el Señor nos reconozca como suyos.

Que así sea.

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