Dedicación de la S.I. Catedral (1238).

Dedicación de la S.I. Catedral (1238).

(En la Catedral) Is 56, 1.6-7; Ef 2, 19-22; Jn 2, 13-22).

(Fuera de la Catedral): Ap 21, 1-5; Mt 16, 13-19

Celebramos la dedicación de la Catedral.

Queridos hermanos:

Esta fiesta, que se celebra desde el año 1238, coincide con la festividad de la Comunidad Valenciana.

La catedral es el lugar de la cátedra del obispo, cabeza visible de la Iglesia, desde donde ejerce, simbólicamente, su magisterio. Por eso, cuando alguien habla “pontificando”, decimos que habla ex cátedra. En la antigüedad, el maestro se sentaba para enseñar, como hacía el mismo Cristo.

La Iglesia, aun sabiendo que el verdadero y nuevo templo es la comunidad cristiana, consagra los edificios donde dicha comunidad se congrega, dedicándolos especialmente a la liturgia, a la oración y a los sacramentos, en su culto comunitario a Dios, al servicio de su pueblo.

Dios no necesita casa ni oraciones; somos nosotros quienes las necesitamos. Por eso, Dios nos construye un templo en la comunidad, donde Él quiere habitar para iluminarla. El cuerpo de Cristo es el verdadero y definitivo templo de Dios, de cuyo costado brota el agua purificadora del Bautismo, y de cuyo seno nos fue enviado el Espíritu. Por su inhabitación en nosotros, también somos constituidos templo, cuando lo acogemos por la fe.

La comunidad cristiana es el verdadero edificio espiritual, formado por piedras vivas, como dice san Pedro (1P 2,5), y también san Pablo: “Santo es el templo de Dios, que sois vosotros” (1Co 3,16). Cuerpo de Cristo, en el que Dios habita en el Hijo, y en el que se realiza un verdadero culto al Padre en espíritu y verdad, en el amor y en la comunión con gente de toda raza, lengua, pueblo y nación, constituidos en miembros suyos.

Dice la Escritura que “los discípulos estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”. La presencia del Espíritu en ellos los congregaba en el templo, donde todos podían constatar el amor que los unía en un solo espíritu, pues es a ellos a quienes se dirigía la obra realizada en Cristo. La comunión creada por el Espíritu era un signo para el pueblo, llamándolo a la fe. Como dirán los gentiles, refiriéndose a los primeros discípulos: “¡Mirad cómo se aman!” La gente ve en los discípulos algo que ellos no tienen, y que les ha dado la fe en Cristo: un solo corazón y una sola alma. La unidad y la comunión, frutos del Espíritu, muestran en ellos la presencia viva de Dios, que es Uno.

Este verdadero templo se fundamenta en la acogida del Kerigma, anuncio de Jesucristo; se edifica por la caridad y los sacramentos, y se destruye por el pecado. Cuando este templo se profana con la idolatría, se enciende la ira del Señor, que viene a purificarlo, porque “le devora el celo por su casa”.

Jesús visitó muchas veces el templo, pero en este Evangelio nos sorprende con una actitud inusual, que no se repetirá más, y que sólo puede entenderse a la luz de la profecía de Malaquías: “He aquí que envío a mi mensajero delante de ti, y enseguida vendrá a su templo el Señor. Será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero. ¿Quién resistirá el día de su visita?”

En esta entrada de Jesús en el templo, es, pues, el Señor quien visita su templo para purificarlo, y no sólo el judío piadoso, el profeta, el maestro o el predicador carismático y taumaturgo.

Esa es la autoridad que perciben los judíos en el gesto de Jesús, y que no están dispuestos a aceptar: es el Señor quien viene a la casa de su Padre, a su casa, con autoridad. Es el tiempo de la visita; se hace presente el juicio, empezando desde la casa de Dios. Es el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, el tiempo del verano escatológico.

Por eso, la higuera del pasaje siguiente, en los Evangelios de Mateo y Marcos, debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico, o el tiempo cartesiano, y ha sobrevenido el Éschaton. Ya no es “tiempo de higos”: de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás.

Ahora es el tiempo del juicio (cf. Ml 3,5), que Jesús anticipa proféticamente con un signo: al templo y a la higuera, como anticipó el tiempo de su “hora” en Caná de Galilea. Lo que sucede con la higuera ocurrirá con el templo, en el que el Señor no encuentra fruto, sino idolatría del dinero: negocio e interés. El templo será arrasado; se secará como la higuera, “porque no ha conocido el tiempo de su visita”; ya no podrá nunca más dar fruto; ningún ídolo comerá fruto de él.

En el Evangelio de Mateo se nos presenta la elección de Pedro, sobre la piedra de la fe que le ha sido revelada, como fundamento de la Iglesia.

Honrar el templo, para nosotros, es ofrecer el verdadero culto en la Eucaristía; amar a Dios y vivir en la oración de nuestro corazón, limpio de idolatrías y en comunión con los hermanos.

          Que así sea.

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