Viernes 30º del TO
Lc 14, 1-6
Queridos hermanos:
Nuevamente, la Palabra nos sitúa ante la letra del precepto y su espíritu, que es el amor. Volvemos al tema de la misericordia como corazón de la Ley, y a la superficialidad del legalismo inmisericorde de quien está alejado de Dios. “Yo quiero amor, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos”.
El
Espíritu Santo nos permite ver la realidad con su óptica de misericordia:
“Misericordia quiero”. Pero sin el Espíritu, no se capta más que la
materialidad de la Ley. Y aunque se sepa que su corazón es el amor, mientras la
caridad edifica, la letra mata. Jesús encontrará siempre gran dificultad para
introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia.
Sólo la madurez en el amor es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu.
Parafraseando a Pascal, podemos decir: “El amor —el corazón— tiene razones que
la razón no comprende”.
El
tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del
precepto del amor a Dios y al prójimo. Santiago dirá que “amar es cumplir la
ley entera”, y que quien ama ha cumplido la Ley.
La
respuesta de Jesús viene a ser: el sábado se puede amar. Precisamente para eso
ha sido instituido. Dios descansó del trabajo de crear, pero no suspende nunca
la actividad de amar, porque su naturaleza es el amor. “Mi Padre trabaja
siempre, y yo también trabajo”, dirá Jesús. El Padre no deja de gobernar la
creación ni de amarla. En una oración sinagogal que precede a la proclamación
del Shemá, los judíos dicen: “Tú haces la paz y todo lo creas. Tú que iluminas
la tierra y a todos sus habitantes, renuevas cada día la obra de la creación”.
También
en nosotros, la “creación” puede ser renovada cada mañana, si con el salmo
decimos: “Por la mañana proclamamos tu misericordia, Señor”, testificándola
con nuestra vida.
Es
significativa la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción
de Satanás. Con Satanás entraron el pecado y la muerte. El mal y la enfermedad
no son más que manifestaciones progresivas de su acción sobre la naturaleza
humana. Si la maldad de una criatura como el diablo puede ser tan grande,
¡cuánto más lo será la misericordia de Dios, su Creador, al ver la vejación de
su creatura bajo la tiranía del mal! “Las aguas torrenciales de la muerte no
pueden apagar el amor”.
A
la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad adquieren un valor
incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento, como misterio,
relativiza toda soberbia ilusión de realización inmanente, puramente mundana, y
mediante la humildad abre el camino a la trascendencia. Con todo, nos
encontramos una vez más ante el tema de la libertad y del por qué Dios permite
el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser una expresión de amor, y un
medio —muchas veces insustituible— para alcanzar un bien superior? ¿No es
posible que los enfermos del Evangelio, de haber gozado siempre de buena salud,
se hubiesen perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo en su
enfermedad temporal les haya alcanzado una salud eterna, salvándolos definitivamente?
Pidamos
al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la
misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su
promesa.
Que así sea
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