Lunes 29º del TO

Lunes 29º del TO 

Lc 12, 13-21

Queridos hermanos:

Por la experiencia de muerte que todos padecemos a consecuencia del pecado, la incertidumbre del mañana nos empuja a asegurar nuestra subsistencia, a buscar seguridad en las cosas, y a atesorar, conducidos por la codicia. Y sin embargo, sólo Dios es la vida y el bien de cuanto existe.

El problema está en que el acto de atesorar involucra inexorablemente el corazón, y mueve sus potencias —entendimiento y voluntad— de forma insaciable, pues el corazón humano es un abismo, una sima que sólo Dios puede colmar. Codiciar es amar el dinero, y como dice san Pablo (Col 3,5), es una idolatría; es lo contrario de amar a Dios.

El que ama, se vacía de sí mismo, se da, porque es verdaderamente rico y todo le sobra, pues el amor sacia. En cambio, la codicia es mísera e insaciable, y todo lo esclaviza. Si lo que atesoramos no es el amor, expulsamos a Dios de nuestro corazón, porque “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,21). Como dice el Apocalipsis: “Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego, para que te enriquezcas” (Ap 3,18). Y el salmo proclama: “Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón” (Sal 36,4).

Todo en este mundo es precario; sólo Dios es subsistente y eterno. Por eso, enriquecerse y atesorar sólo tiene sentido en orden a Dios, que es el Sumo Bien imperecedero, que no pasa, en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban.

Por medio de la caridad y la limosna, nuestro amor al dinero se purifica, se transforma en amor a Dios y a los hermanos, y se desarraiga al diablo de nuestro corazón. “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros” (Lc 11,41). Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, cuya cabeza es el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna, como fuego y cruz purificadora.

Al “joven” rico del Evangelio, el Señor le ofreció la oportunidad de atesorar sus riquezas en las santas moradas, pero fue incapaz de desprenderse de este mundo, y recibió la tristeza como recompensa. Los dones de Dios, en un corazón idólatra, se convierten en trampas.

La necedad consiste en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímero de la existencia; la sabiduría, en cambio, está en poner en el Señor nuestro cuidado, y en la caridad nuestro afán. Solamente en el Señor está la verdadera seguridad: “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor” (Sal 144,15).

Dios es la vida. Enriquecerse en orden a Dios es enriquecer nuestra vida hasta hacerla eterna, cuando nuestra entrega sea total, hasta el extremo, como la de Cristo. Para eso ha venido Él: para sanar el corazón, arrancándolo del pecado, para que su Espíritu viva en nosotros y sacie plenamente nuestras ansias de vida, haciéndonos libres de toda codicia.

La Eucaristía nos ayuda a unirnos a la entrega de Cristo, diciendo “Amén” a la comunión con su carne, que se entrega para comunicarnos vida eterna.

           Que así sea.

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