Domingo 28º del TO C

Dgo. 28º del TO C

2R 5, 14-17; 2Tm 2, 8-13; Lc 17, 11-19

Queridos hermanos:

La Palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios por todos sus dones, pero sobre todo por Jesucristo, como proclama la segunda lectura: en Él hemos obtenido el perdón de los pecados, transformando los derroteros mortales de nuestra existencia en senderos de vida. Con Él, todo es gracia para nosotros de parte de Dios. Y como agraciados, somos llamados a ser agradecidos, dando gratuitamente lo que gratuitamente hemos recibido.

Un samaritano y un sirio —figura de los gentiles curados de la lepra— vuelven a dar gracias por la curación. Como en otros pasajes del Evangelio, estas curaciones son gracias instrumentales, orientadas a suscitar la fe que engendra amor y salvación, visibles en el agradecimiento y la alabanza a la gratuidad del amor de Dios.

La lepra, impureza física que excluía de la comunidad, es imagen del pecado, que aniquila en el hombre la vida de Dios, por la cual los fieles se mantienen en comunión. El juicio y la murmuración separan de los hermanos, como la lepra, como le ocurrió a María, la hermana de Moisés (Nm 12, 11-15), quien, al quedar leprosa, permaneció siete días fuera del campamento.

Quizá Israel, como quien se considera justo y se apropia de la predilección divina, corre el peligro de creerse merecedor de los dones de Dios, en lugar de reconocerse gratuitamente agraciado. Y en consecuencia, su amor y su agradecimiento —si existen— dejan mucho que desear. Dice el Señor: “Cuando te haya introducido en la tierra: ciudades grandes y hermosas que tú no has edificado, casas llenas de toda clase de bienes que tú no has llenado, cisternas excavadas que tú no has excavado, viñedos y olivares que tú no has plantado, cuídate de no olvidarte de Yahvé, que te sacó del país de Egipto, de la casa de servidumbre”. Porque “Dios encerró a todos bajo el pecado para usar con todos de misericordia”.

Recordemos la parábola del siervo sin entrañas: bueno en la súplica, pero duro en la misericordia. Así, los nueve leprosos del Evangelio obtuvieron la curación, pero frustraron la salvación que viene de la fe, por no reconocer el amor gratuito de Dios, que engendra amor para vida eterna.

Al igual que la fe que salva, la curación busca la salvación suscitando la fe que engendra amor. Cuando la suegra de Pedro fue curada, se puso a servir. Cuando el endemoniado fue liberado, fue enviado a testificar a los de su casa. Un leproso curado fue enviado a evangelizar a los sacerdotes.

También nosotros, que estamos siendo curados de nuestra lepra por el Señor, somos invitados a pasar de una relación utilitaria e interesada —propia de la religiosidad— al obsequio de la fe, por el reconocimiento de la gratuidad de su amor. Ese amor se hace exultación agradecida en la Eucaristía, y nos llama a dar gratuitamente lo que tomamos de esta mesa, testificando la Buena Noticia del amor gratuito recibido de Dios, a todos los hombres.

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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