Jueves 27º del TO
Lc 11, 5-13
Queridos hermanos:
Frente a la insistente exhortación del Señor a la oración, surgen varios cuestionamientos que vienen a interpelarnos: ¿Por qué insiste tanto el Señor en que oremos? ¿Por qué es tan importante que lo hagamos? ¿Por qué tiene tanto poder nuestra oración?
Las
respuestas están todas relacionadas con el amor con el que Dios nos ama y desea
nuestro bien, que consiste en estar unidos a Él: Sumo Bien y Fuente
de aguas vivas, reconociendo su bondad con nuestro agradecimiento. Él,
respetando nuestra libertad, quiere que le manifestemos nuestra voluntad y
confianza al solicitar su ayuda.
Con
nuestra alabanza o nuestra acción de gracias le hacemos presente nuestro amor y
nuestro reconocimiento, mientras que con nuestra petición apelamos a su poder y
a su amor, como un niño lo hace con su padre: con humildad, insistencia y
confianza. Al suplicar, amamos tanto a Dios como a nuestro prójimo. Él nos ama,
y nosotros le amamos a Él y a los hermanos. Dios es amor, y nuestro amor se
hace uno con Él y con su poder, sintonizando con su voluntad: “Todo lo mío
es vuestro, como todo lo de mi Padre es mío.”
La
Palabra de hoy resalta la importunidad de la oración, que nos impulsa a
un clamor de petición como recurso ante una urgente necesidad que interpela al
amor como compasión. Es una insistencia que no se somete al tiempo oportuno ni
admite dilación alguna.
La
importunidad de la oración no solamente pide lo necesario, sino lo
impostergable y vital que sólo Dios puede proveer. Ante una insuperable
precariedad, se disipan los respetos humanos y los miramientos. Ante un
accidentado, un incendio o un náufrago que se ahoga, la situación misma clama
nuestro socorro, independientemente de la benevolencia personal, la simpatía o
los lazos de amistad o de afecto.
¡Cuánto
más será atendida una oración con estas características, tratándose de Dios,
nuestro Padre! A Él recurrimos, reconociendo su bondad y su omnipotencia. Ya el
hecho de pedirle es, en sí, un acto de fe, un acto de culto que lo glorifica, y
no sólo una necesidad sobre la que imploramos su auxilio, con el don de su
Espíritu.
Toda
necesidad puede relativizarse, menos la gracia de su misericordia y de su amor,
que busca nuestra salvación eterna —o la de nuestros semejantes— y a la que
somos exhortados por el Señor en forma superlativa: “Pedid, buscad, llamad,
para que recibáis, encontréis, y se os abran las compuertas de la
Bienaventuranza.”
Que así sea.
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