Martes 28º del TO
Lc 11,
37-41
Queridos hermanos
El Señor vuelve a hablarnos del corazón. Como dice en otro lugar, es el corazón lo que puede hacer impuro al hombre, y no las manos. Por encima de la pureza legal, para Cristo, purificar al hombre es purificar su corazón.
El Señor podía
haber dicho al fariseo: “Purificad vuestro corazón, y todo será puro para
vosotros”. Pero es más concreto, porque conoce su corazón, y le dice: “Dad
limosna” —lo que tenéis, lo que atesoráis, lo que amáis, lo que está en vuestro
corazón—, y todo será puro en vosotros y para vosotros.
No es posible la
comunión con Dios en un corazón contaminado por el dinero, ese ídolo por
antonomasia que desplaza de él a Dios y a los hermanos. Porque “donde esté tu
tesoro, allí estará también tu corazón”. Mete en tu corazón la caridad mediante
la limosna, y quedará puro. Puro tu corazón, y puros tus ojos para ver al
hermano a través de la misericordia.
Meter la caridad en
el corazón supone acoger la Palabra: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la
palabra que os he anunciado” (Jn 15, 3). Acoger la Palabra, que es Cristo,
suscita en nosotros la fe; la fe nos obtiene el Espíritu, y el Espíritu derrama
en nuestro corazón el amor de Dios. Ese amor ensancha el corazón para acoger a
los hermanos y ofrecerse a ellos como don.
Alcanzar a la
persona es alcanzar su corazón, donde residen los actos humanos voluntarios,
según la Escritura. En el corazón se encuentra la verdad del hombre: su bondad
o su maldad. La realidad del corazón condiciona el criterio de su entendimiento
y el impulso de su voluntad, que se unifican en el amor.
Ya decía san
Agustín: “No hay quien no ame”, pero la cuestión está en cuál sea el objeto de
su amor. Si su objeto es Dios, el corazón se abre al don de sí; si, por el
contrario, es un ídolo, el corazón se cierra sobre sí mismo y se frustra la
persona. Para arrancar el ídolo del corazón, hay que odiarlo, en el sentido que
dice el Señor en el Evangelio: “Si alguno viene junto a mí y no odia a su
padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y
hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.
La caridad todo lo
excusa, y no toma cuentas del mal cuando somos ofendidos. Pero, como dice Jesús
en el Evangelio, corrige al que vive engañado para salvarlo de la muerte y
perdonarlo en el día del juicio.
La limosna despega
el alma de la tierra y la introduce en el cielo del amor; cubre multitud de
pecados; simultáneamente remedia la precariedad ajena y sana la multitud de las
propias heridas. La limosna es portadora de misericordia y enriquece al que la ejerce.
Como dice san Agustín: “El que da limosna tiene primeramente caridad con su
propia alma, que anda mendigando los dones del amor de Dios, de los que se ve
tan necesitada”.
Sea el Señor tu
delicia, y Él te dará lo que pide tu corazón. Que la Eucaristía nos una al don
de Cristo, haciéndonos un solo espíritu con Él.
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario