Miércoles 27º del TO
Lc 11, 1-4
Padre Nuestro
Queridos hermanos:
En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido manifestar su misericordia a través de la oración. Desde la súplica de Abrahán, con sus seis intercesiones —dirigidas sólo por los justos y detenidas en el número diez— hasta la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, se despliega un camino de fe que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe ni la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, aquella con la que Cristo glorificó su Nombre, y en la cual el Padre se complació. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.
Con
este espíritu de perfecta misericordia, los discípulos son aleccionados por
Cristo para salvar a los pecadores por quienes Él se entregó. La oración
cristiana por excelencia parte de la nueva realidad ontológica, en la que el
don del Espíritu Santo nos hace “hijos” en el Hijo. En esta participación de la
naturaleza divina, se renueva nuestra relación con el Padre, de modo que el
fiel permanece ininterrumpidamente unido a Él por la vida nueva. Esta presencia
real del Espíritu en nosotros hace que nuestra relación con Dios no se
interrumpa, y aquellos momentos puntuales —lo que comúnmente denominamos
oración— no hacen sino sobreponerse a la oración constante, con la que el
corazón ama a Dios en la intimidad de su presencia en nosotros.
Ahora
bien, esta relación del cristiano con la paternidad divina no es sólo personal,
como en el Hijo único, Jesucristo, sino también comunitaria, corporativa,
propia de la multitud de los miembros de su cuerpo, que comparten la vida de su
Espíritu. De su oración filial brota su misión sacerdotal, por la cual, en el
“Hijo del hombre”, se unen cielo y tierra (Jn 1,51), e interceden ante el Padre
por el mundo, al cual comunican después su amor y su perdón. Este espíritu del
Hijo en nosotros hace que el Padre escuche y se complazca en nuestra oración
cuando decimos: Padre nuestro.
Hoy,
la Palabra nos plantea la oración y la escucha fecundas del perdón, para
nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la
oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra, y para obtener
el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre
los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.
La
oración del “Padrenuestro” habla a Dios desde lo más profundo del hombre: su
necesidad de ser saciado y liberado. Lo hace desde su condición de nueva
criatura, que ha recibido el Espíritu. Busca a Dios en su Reino y le pide el
pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo.
Dios
nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu, para que nosotros podamos
perdonar y erradicar así el mal del mundo, y para que seamos escuchados al
pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y
perdón sólo puede ser rota por el hombre que cierre su corazón al amor y al
perdón de los hermanos. “Pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.
El
mundo pide sustento a las cosas y a las criaturas. El que peca está pidiendo un
pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en
su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que
inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos
al Padre de nuestro Señor Jesucristo —y Padre nuestro— el Pan de la vida eterna
que procede del cielo. Aquel que nos trae el Reino: “pan vivo” que ha recibido
un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; carne que da vida eterna y nos
resucita en el último día. Alimento que sacia y no se corrompe, y que alcanza
el perdón.
Este
es el pan que recibimos en la Eucaristía, y por el que agradecemos y bendecimos
a Dios, que nos da además el alimento material por añadidura.
Que
así sea.
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