Lunes 30º del TO
Lc 13, 10-17
Queridos hermanos:
El centro de esta palabra no es la mujer enferma de la que el Señor se apiada, ni siquiera la falta de discernimiento que muestra el legalismo de los judíos respecto al sábado. El núcleo está en la cerrazón del jefe de la sinagoga y de los judíos, quienes, despreciando a Dios, se resisten a acoger su iniciativa de misericordia para volverse a Él.
La
voluntad amorosa de Dios es la salvación de su pueblo, una salvación que se
extiende a todos los hombres y que se hace carne: primero en la elección de
Israel, luego en la ley, y finalmente en Cristo, quien viene a perdonar el
pecado y a comunicar a los hombres su naturaleza de amor por medio del Espíritu
Santo.
La
predicación de Cristo, sus milagros y, en definitiva, la entrega de su vida,
hacen posible el cumplimiento del plan de salvación de Dios, pero sólo en quien
lo acoge. En cambio, los judíos han convertido su relación con Dios en un
legalismo de autojustificación y cumplimiento de normas externas que no
conducen a Dios. El amor a Dios y al prójimo ha sido sustituido por ritos
anquilosados en su materialidad, sin relación alguna con la verdad del corazón.
Cristo insistirá constantemente en aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero
amor, conocimiento de Dios”. Volvemos, pues, al tema del amor como corazón de
la ley, y a la superficialidad inmisericorde de quien está alejado de Dios.
También
nosotros necesitamos poner nuestro corazón en Dios, de modo que sea el amor
quien dirija nuestra vida, nuestro culto y nuestra relación con Dios y con los
hermanos. Si el origen, el medio y la finalidad de nuestra relación con Dios no
es el amor, entonces nuestra religión es falsa y vacía.
Como
premisa, podemos tomar conciencia de lo despiadado de la tiranía del demonio:
dieciocho años de opresión imperturbable sobre una persona, que sin la
redención de Cristo podría haber sido interminable. Es significativa la
interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción de Satanás. Con
él entró el pecado y la muerte, de la cual el mal y la enfermedad no son más
que manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una
criatura puede ser tan grande, ¡cuánto más será la misericordia de Dios, su
Creador, al ver la vejación de su criatura bajo la tiranía del mal! “Las aguas
torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.
A
la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor curativo
y de salvación incuestionable, aunque paradójico. El sufrimiento, como
misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización puramente mundana, y
mediante la humildad, abre el camino del corazón humano a la trascendencia. Con
todo, nos enfrentamos una vez más al interrogante: ¿por qué Dios permite el
sufrimiento? ¿Acaso el sufrimiento puede ser un medio pasajero —muchas veces
insustituible— para alcanzar un bien definitivo? ¿No es posible que la mujer
del Evangelio, de haber gozado siempre de buena salud, se hubiese perdido para
siempre, mientras que el encuentro con Cristo, después de su enfermedad, la
haya salvado definitivamente? Sin duda. Pero subsiste, además, el sufrimiento
como consecuencia de la libertad humana y del pecado.
En
el Evangelio podemos descubrir cómo sólo el Espíritu Santo permite ver la
realidad con su óptica de misericordia: “Misericordia quiero”. Pero si falta,
no puede captarse más que la materialidad de la apariencia. Mientras la letra
de la Ley mata, su corazón es el amor, y la caridad edifica. Jesús tendrá
siempre gran dificultad en introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la
óptica de la misericordia, porque su corazón, cerrado a Dios, se cierra también
a la caridad. Quien no se conmueve ante el sufrimiento y la perdición ajena,
tampoco lo hará ante la misericordia. Sólo un amor que madura es capaz de
discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal, podemos decir:
“El amor tiene razones que la razón no comprende”. El tercer mandamiento,
acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a
Dios y al prójimo. La Escritura lo expresa claramente: “Quien ama, cumple la
Ley”.
La
respuesta de Jesús viene a ser: ¡En sábado se puede amar!
Precisamente
para eso ha sido instituido el sábado. Dios descansa del trabajo de crear, pero
no suspende nunca la actividad de su amor. “Mi Padre trabaja siempre, y yo
también trabajo”, dirá Jesús. El Padre descansó de crear, pero no deja de amar,
gobernar y renovar cada día la creación. El trabajo del amor nunca se detiene.
En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos
dicen: “Haces la paz y todo lo creas. Tú que iluminas la tierra y a todos sus
habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”. También en nosotros
la “creación” puede ser renovada cada mañana, si como el salmo proclamamos:
“Por la mañana anunciamos, Señor, tu misericordia”, testificándola con nuestra
vida.
Pidamos
al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la
misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su
promesa. Una cosa es trabajar para sostener el cuerpo, y otra muy distinta,
inmolarlo por amor y para amar.
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