Viernes 26º del TO
Lc 10, 13-16
Misericordia que Llama a la Conversión
Queridos hermanos, con la venida de Cristo se ha proclamado el Evangelio de la misericordia divina sobre una humanidad sometida al pecado y a la muerte. En Él se ha abierto para el mundo la posibilidad de la vida eterna, una vida que no se conquista por méritos humanos, sino por la gracia que brota del costado abierto del Salvador.
Ignorar
a Cristo, rechazar su amor, es permanecer en la maldición de la ruptura con
Dios. Es aferrarse a un mundo que seduce con sus promesas vacías, pero que se
disuelve en la vanidad. Muchas generaciones han pasado, y también pasará la
nuestra. Pero el Evangelio permanece, llamando incansablemente a acoger a
Cristo, a abrazar la vida eterna, aun en medio de un mundo que se obstina en
rechazar a Dios.
La
Palabra que hoy se nos ofrece está enmarcada en el envío de los setenta y dos
discípulos. Es un primer juicio de misericordia que se extiende por medio del
anuncio del Reino. Se proclama con poder, se testifica con señales, pero muchos
cierran los ojos, endurecen el corazón y rechazan no solo al mensajero, sino al
mismo Cristo.
El
anuncio del Reino lleva consigo una llamada urgente a la conversión. Es una
puerta abierta hacia la misericordia. Rechazar esa luz es elegir
voluntariamente las tinieblas de la muerte. Los milagros que Dios realiza en
nuestra vida no son ornamentos espirituales, sino llamadas a la conversión.
Porque, como dice la Escritura: “Al que se confió mucho, se le reclamará más.”
Nos
enfrentamos al misterio de la incredulidad, que puede endurecer el corazón del
hombre. “Se obstina en el mal camino, no rechaza la maldad. Prefirieron las
tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.” No olvidemos, hermanos, que
las gracias que hemos recibido nos han sido dadas por la sangre de Cristo. No
se pueden rechazar impunemente. Rechazar a un enviado es rechazar a quien lo
envía; y en última instancia, el rechazar a Cristo, es rechazar a Dios.
No
es lo mismo pecar por debilidad que rechazar deliberadamente la gracia de la
misericordia. Nosotros somos como aquellas ciudades que gozaron de la presencia
del Señor, que escucharon su palabra, que vieron sus señales. Su incredulidad
fue un desprecio proporcional a las gracias recibidas.
Y
ahora, hermanos, ¿cuál debe ser nuestra respuesta? ¿Cuál nuestra
responsabilidad, si nosotros nos hacemos uno con Él en la Eucaristía? Que no se
diga de nosotros que fuimos indiferentes ante tanto amor. Que nuestra vida sea
testimonio vivo de la misericordia acogida, de la gracia recibida, de la
conversión verdadera.
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