San Lucas evangelista
2Tm 4, 9-17; Lc 10, 1-12.17-20
Queridos hermanos:
Hoy celebramos la fiesta de san Lucas, evangelista, compañero de san Pablo en la evangelización y testigo del Evangelio y de la acción de Dios, como él mismo nos relata en sus escritos de los Hechos de los Apóstoles. No hay mejor forma de hacerlo presente que con el Evangelio de la misión de los setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños, con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida Nueva. Esta fue su vida, según lo que conocemos.
Si
bien es ciertamente importante la obra de san Lucas, sus escritos como
testimonio de Cristo, más aún lo es el testimonio de su vida, entregada al
servicio del Señor en la evangelización. Contribuyó a la propagación de la fe,
haciendo de su existencia un culto espiritual a Dios por la predicación del
Evangelio, verdadera liturgia de santidad. Es una gracia haber sido llamado a
encarnar la misión del enviado del Señor; pero su gloria fue haberla aceptado,
gastando su vida en la Regeneración del mundo, siguiendo a Aquel que murió y
resucitó para salvarnos. ¡Cuánta gente malgasta su vida en simplemente
sobrevivir, sin más fruto que el intento de satisfacer su propia carne, a
riesgo de frustrarse en su vocación al amor!
Los
apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y
testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto, son necesarios dos para
testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel de quien son enviados a
dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom. 17, 1-4.7s). Decía
san Pablo: “¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado, y yo un crucificado
para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de
Jesús.”
Anunciar
el Evangelio no es sólo transmitir palabras, sino propagar el amor y el perdón
que se anuncian, de forma que se hagan carne en quien lo lleva y en quien lo
recibe. El mandamiento del Señor no fue: “Que habléis del amor con el que yo os
he amado”, sino: “Que os améis como yo os he amado.” Y este amor engendra amor,
generación tras generación. San Lucas no sólo escribió, sino que contagió el
amor de Cristo gastando su vida. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la
mies” de los que necesitan escuchar, son pocos los “obreros” dispuestos a
trabajar en ella.
Los
misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo, como
acompañaron la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo
en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida
eterna. Pero el amor no se impone; debe ser acogido en la libertad y en la
humildad de quienes lo presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que
viene con ellos con la omnipotencia del amor.
También
nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor
del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la
obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fue el mismo Lucas y todos
los demás discípulos, cuyos nombres escuchamos unidos a la historia de la
salvación y cuyos hechos proclamamos como palabras del Dios vivo, que sigue
llamando y salvando a la humanidad.
En
cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe e ir incorporando a sus
nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los
hijos de Dios: la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla
el Apocalipsis (7, 9).
A
esto nos invita y nos apremia hoy esta Palabra, mediante la fortaleza que brota
de la Eucaristía, en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del
mundo, para testificar el amor del Padre.
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