Jueves 21º del TO
Mt 24, 42-51
Administradores y vigilantes en la Esperanza
Queridos hermanos, en su infinita bondad, Dios ha querido compartir su hacienda celestial con nosotros. Nos ha llamado a una existencia orientada hacia la comunión de amor con Él, y nos ha provisto de los medios necesarios para alcanzarla. Todo cuanto somos y tenemos —incluida la vida misma— está ordenado al amor. Porque es el amor quien nos abre las puertas al Amor con mayúscula: a la Bienaventuranza, al Reino de Dios, a la vida eterna, al cielo, a la Casa del Padre.
Hoy, la Palabra nos invita
a una vigilancia distinta de la que contemplábamos ayer. Si entonces
esperábamos al Señor que regresa de la boda para entrar con Él al banquete del
amor, hoy se nos llama a estar preparados para su visita inesperada. Una visita
que no avisa, que sorprende, que pide cuentas. El Señor viene como ladrón en la
noche para aquellos que han hecho de sus dones algo propio, que no desean ni
esperan su venida. Pero viene también como Dueño justo, a reclamar el tesoro
que nos confió para hacerlo fructificar, y a retribuir a cada uno según haya
servido.
No somos dueños, sino
administradores a prueba. Y si hemos sido fieles y solícitos en el servicio, el
Señor nos pondrá al frente de toda su hacienda, dándonos su Espíritu para
siempre. ¡Qué promesa tan gloriosa! Pero esa fidelidad no consiste en apropiarnos
de lo que se nos ha confiado, sino en servir con pureza, con sobriedad, y con
amor. No sólo al Señor, sino también a nuestros hermanos, con el mismo amor con
que hemos sido amados por Dios.
Esta vigilancia es
necesaria para todos los que desean servir al Señor. Pero lo es aún más para
quienes han sido llamados a ser administradores de los bienes de su casa:
fieles, prudentes, responsables del cuidado de otros siervos y siervas.
¡Dichosos los que se mantienen constantes en esta fidelidad! Ellos serán
alimentados con lo sabroso de su casa, y abrevados en el torrente de sus
delicias. Pero a los infieles se les pedirá cuentas, y se les pagará conforme a
sus obras.
Mientras esperamos la
venida del Señor, se nos concede —según nuestra disposición interior— ser
alimentados ya con vida eterna, prenda de nuestra herencia en Cristo Jesús,
quien se entregó por nosotros. Que esta esperanza nos sostenga, que esta
vigilancia nos despierte, y que este amor nos impulse a servir con alegría,
hasta que Él venga.
Que así sea.
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