Lunes 22º del TO
Lc 4, 16-30
El Profeta rechazado en su patria
Cuando el Señor vuelve a su patria, entra en la sinagoga de Nazaret y proclama la lectura del profeta Isaías. Lo que comienza en admiración por parte de sus paisanos, pronto se transforma en rechazo. Dejemos de lado si se trata de dos pasajes distintos que Lucas sintetiza en uno solo; lo que hoy nos interpela es la raíz de ese rechazo: el deseo de que Dios se acomode a nuestros criterios, a nuestras categorías mentales, a nuestra lógica humana. Queremos que Él sirva a nuestra razón, en lugar de que nosotros nos postremos ante su autoridad. Pero Dios es Dios, y su amor y su sabiduría nos sobrepasan infinitamente.
El problema de Nazaret no es ajeno a nosotros.
Se escandalizan de que “el hijo del carpintero” se presente como profeta con
poder y autoridad. ¿Cómo puede alguien tan común ser portador de lo divino?
Olvidan que Dios da sus dones a quien quiere, y llama a quien le place. Además,
el pueblo espera un Mesías libertador, un líder político que rompa el yugo
romano y exalte a Israel ante las naciones. No se detienen a discernir los
planes de Dios. Por eso, dice el Evangelio, Cristo no hizo allí los milagros que
realizó en otros lugares: por su falta de fe. Dios no se impone; se deja
rechazar. Respeta nuestra libertad, incluso cuando esta lo excluye.
Al comentar aquel pasaje de Isaías, cualquier
otro podría haber encendido el fervor nacionalista, completando la frase del
texto: “Proclamar el año de gracia del Señor, día de venganza de nuestro Dios.”
Pero Cristo no busca el aplauso, ni la estima de la gente, ni su propia gloria.
Él no se deja seducir por una lectura fácil, sentimental o interesada de la
Escritura. No hace un discurso patriótico para ganarse el favor del pueblo.
Omite la segunda parte del texto, enfrentándose a la mentalidad común, negándose
a decir lo que la gente quiere escuchar. No hace un discurso “políticamente
correcto” como se dice ahora. Porque la venganza de Dios no es contra los
romanos, sino contra los enemigos que esclavizan el corazón: el pecado, el
egoísmo, el diablo.
Cristo ha sido enviado para liberar a su pueblo
—y a toda la humanidad— de la esclavitud del pecado. Para ello, deberá
perdonar, deberá entregarse, deberá morir en la cruz. La venganza de Dios caerá
sobre Él, que lavará nuestros pecados con su sangre. Él pisará solo el lagar de
la cólera divina, para que nosotros seamos salvados.
Pero el pueblo se resiste. Se apoya en la falsa
seguridad de ser el pueblo elegido, descendientes de Abrahán, confiando en la
presencia del Templo como garantía de impunidad. Cristo derriba esa falsa
confianza. Recuerda que en tiempos de Elías, Dios alimentó a una viuda
extranjera, y en tiempos de Eliseo, curó a un leproso extranjero. No a los de
Israel.
El privilegio de ser elegidos no nos exime de
convertirnos de corazón. Al contrario, nos llama a ser los primeros en hacerlo.
“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.”
También nosotros hemos heredado la elección, hemos recibido la llamada, las
promesas, la gracia, y la gloria, en la Iglesia… Pero todo eso exige una
conversión constante, una entrega diaria a la voluntad de Dios.
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