Viernes 18º del TO
Mt 16, 24-28
El Hombre Nuevo y la Promesa de Vida Eterna
Queridos hermanos, hay una diferencia radical entre el hombre viejo y el hombre nuevo. El primero, esclavo de sus concupiscencias, ha sido vaciado por el pecado, encerrado en sí mismo y sumergido en la muerte. El segundo, en cambio, nace en el seguimiento de Cristo, por el don del Espíritu Santo. Es el amor derramado en el corazón del discípulo, amor que implica negarse a sí mismo, cargar la cruz y ofrecerse como oblación viva. Es testimonio de vida eterna, causa de salvación, fruto de la fe que se entrega por completo a la voluntad de Dios.
Las cosas del mundo y las criaturas permanecen fuera de
nosotros. No pueden saciar la sed del corazón ni sanar la frustración de quien
ha alienado su vocación y su predestinación al amor. Solo Dios puede llenar ese
vacío. Solo su amor redime.
Negarse a sí mismo y entregarse no es posible para quien
aún no se posee. Pero aquel que ha sido colmado por el amor divino, aquel en
quien ha sido sanado el vacío mortal que dejó el pecado, puede darse sin
reservas. En cambio, quien se guarda para sí, quien teme perderse, revela que
aún no ha bebido de la fuente que brota del corazón redimido, donde habita
Dios. Esa fuente es la vida nueva que nos trae el Evangelio, remedio contra la
incredulidad.
Toda vida humana en este mundo es precaria. No faltan los
sufrimientos, ni la muerte. Pero esta fragilidad nos enseña a no poner nuestras
esperanzas en lo pasajero. Nuestra existencia está destinada a la Resurrección
y a la vida eterna. No hemos nacido para sufrir y morir, sino para resucitar
después del dolor, a una vida plena y definitiva.
Cristo nos invita a esa vida mediante la fe. Pero como
esa vida es amor, no puede alcanzarse sin la negación de nosotros mismos. Para
ello, nos entrega su Espíritu Santo. Seguir a Cristo no es dedicarle unas horas
o unos días. Es poner toda nuestra vida a su servicio: lo que somos, lo que
tenemos, nuestras ansias y proyectos, todo en función de su voluntad. Y en esa
entrega, encontramos el gozo verdadero.
Somos llamados a la fe, y a gustar la potencia del Reino.
Como dice la Carta de Santiago, la fe produce obras de vida eterna. El Señor
mismo nos lo promete: “El que cree en mí, hará las obras que yo hago, y aún
mayores.” La fe nos justifica y engendra obras de salvación.
Hemos escuchado la promesa de experimentar la
resurrección de Cristo, que se cumplió en los apóstoles y se nos promete
también a nosotros. Por eso, aprendamos a relativizar todo lo de esta vida,
para estar dispuestos incluso a perderla por amor a los demás.
La Eucaristía nos une a Cristo en su Misterio Pascual de muerte y resurrección. En ella, celebramos la esperanza de la vida eterna. Que al participar de este sacramento, se avive en nosotros el deseo de vivir como hombres nuevos, redimidos por el amor, y destinados a la gloria.
Que así sea.
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