Martes 21º del TO

Martes 21º del TO

Mt 23, 23-26

“Purificar el corazón”

Hermanos, purificar al hombre es purificar su corazón. El Señor, que escudriña lo más profundo del alma, pudo haber dicho al fariseo: “Purificad vuestro corazón, y todo será puro para vosotros”. Pero fue más concreto, más incisivo, porque conocía su interior. Y le dijo: “Dad limosna de lo que tenéis, de lo que atesoráis, de lo que amáis, de lo que está en vuestro corazón, y todo será puro en vosotros y para vosotros”.

No hay comunión con Dios en un corazón contaminado por el amor al dinero, ese ídolo por antonomasia que desplaza a Dios y a los hermanos. Porque, como dice la Escritura: “Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Si metes en tu corazón la caridad, expresada en la limosna, entonces quedará puro. Puro tu corazón, y puros tus ojos, para ver al hermano a través de la misericordia.

Meter la caridad en el corazón supone acoger la Palabra. “Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he anunciado” (Jn 15, 3). Acoger la Palabra, que es Cristo, suscita en nosotros la fe; la fe nos obtiene el Espíritu, y el Espíritu derrama en nuestro corazón el amor de Dios. Ese amor ensancha el corazón para acoger a los hermanos y ofrecerse a ellos como don.

Tocar a la persona es tocar su corazón, donde residen los actos humanos voluntarios, según la Escritura. En el corazón se encuentra la verdad del hombre: su bondad o su maldad. La realidad del corazón condiciona el criterio del entendimiento y el impulso de la voluntad, que se unifican en el amor. San Agustín lo decía con sabiduría: “No hay quien no ame; la cuestión está en cuál sea el objeto de su amor”. Si el objeto es Dios, el corazón se abre al don de sí. Si es un ídolo, el corazón se cierra sobre sí mismo y la persona se frustra.

Para arrancar el ídolo del tesoro del corazón, hay que odiarlo, en el sentido evangélico: “Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26). No es odio de destrucción, sino de desapego radical, para que Dios sea el centro.

La caridad todo lo excusa, no toma en cuenta el mal cuando somos ofendidos. Pero, como hace Jesús en el Evangelio, corrige al que vive engañado para salvarlo de la muerte y perdonarlo en el día del juicio. La limosna despega el alma de la tierra y la introduce en el cielo del amor. Cubre multitud de pecados, remedia la precariedad ajena y sana las propias heridas. Es portadora de misericordia y enriquece al que la ejerce. San Agustín lo expresa así: “El que da limosna tiene primeramente caridad con su propia alma, que anda mendigando los dones del amor de Dios, de los que se ve tan necesitada”.

Sea el Señor tu delicia, y Él te dará lo que pide tu corazón. Que la Eucaristía nos una al don de Cristo, haciéndonos un solo espíritu con Él.

Dios es amor, es misericordia que busca siempre el bien del pecador, atrayéndolo a sí. Amar es sintonizar nuestro espíritu con la voluntad amorosa de Dios. Este conocimiento de Dios, que se traduce en amor obediente a sus palabras, se hace don de sí, y es vida para nosotros. Pero, a causa del pecado, la concupiscencia inclina nuestro corazón al mal. Por eso, la vida cristiana, con las armas del Espíritu, no deja nunca de ser combate, como nos recuerda san Pablo.

La ley tiene un cometido de signo y de cumplimiento mínimo, que debe corresponder a una sintonía del corazón humano con la voluntad amorosa de Dios. La justicia y el amor son el corazón de la ley, y a ellos hacen referencia los preceptos. El corazón que ama se adhiere rectamente a los mandamientos. Pero una adhesión legalista, sin amor, sólo alcanza la superficie, y es estéril. El cumplimiento externo, sin el fuego del amor, carece de valor: “Misericordia quiero, no sacrificios”. “Esto había que practicar, sin olvidar aquello”. “Cuelan el mosquito y se tragan el camello”.

¡Ay de nosotros, hermanos! Si, como los escribas, fariseos y legistas del Evangelio, ponemos nuestra confianza en algo que no sea el amor del Señor y la caridad con nuestros semejantes. ¡Ay de nosotros si pretendemos justificar nuestra perversión con la vaciedad de un cumplimiento externo, extraño al corazón de la ley, mientras nuestro corazón va tras los ídolos y las pasiones mundanas!

           Que así sea.

                                                    www.jesusbayarri.com

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