Domingo 20º del TO C

Domingo 20º del TO C 

Jer 38, 4-6.8-10; Hb 12, 1-4; Lc 12, 49-53

El fuego del Evangelio: conversión y combate espiritual

Queridos hermanos, el tiempo de salvación es también tiempo de conversión. No hay redención sin renuncia, no hay encuentro con Dios sin abandono de los propios caminos. Pero este abandono no es fácil. El corazón humano, endurecido por el orgullo y la autosuficiencia, resiste. Le cuesta humillar su mente, doblegar su voluntad, abrirse a la gracia. Y es precisamente esta distancia del corazón respecto a Dios lo que la Escritura llama “el mundo”.

No se refiere aquí al conjunto de los pecadores —a quienes Dios ama y quiere salvar— sino a esa influencia oscura, diabólica, que impregna la mente y la vida de la humanidad, que se opone a Dios y corrompe al hombre. Es el espíritu del mundo, que seduce, que divide, que endurece. Pero Cristo ha venido a encender un fuego, a iniciar un combate entre la luz y las tinieblas. Satanás caerá del cielo como un rayo, pero no sin lucha. Esta batalla se libra en lo profundo del alma, donde la lámpara de la fe debe arder sin cesar, como ardía el corazón de los discípulos de Emaús cuando el Resucitado les hablaba en el camino y les explicaba las Escrituras.

Ese fuego es purificador. Es bautismo en el amor del Espíritu Santo. Es antagonismo entre la justicia y la impiedad. Es la cruz encendida en el corazón del creyente.

También el profeta Jeremías, en la primera lectura, sufre la contradicción de su pueblo. Anuncia las consecuencias de la rebeldía, y lo hace con un fuego en las entrañas, el mismo fuego con el que Cristo iba a incendiar el mundo, consumiendo su propia vida en él. Porque el Evangelio no es neutral: es luz para unos y escándalo para otros.

Así lo profetizó el anciano Simeón en el Templo, al tomar al niño Jesús en sus brazos: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel. Señal de contradicción.” Y al mismo tiempo: “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel” (cf. Lc 2, 32-33). Las palabras de Cristo son luz y gloria, pero cuando se rechazan, se convierten en división y enemistad. El Evangelio no deja indiferente: o transforma o provoca resistencia.

La obra de Cristo consiste en sumergir a la humanidad en su amor misericordioso, en su gracia, mediante el don de su Espíritu. Él es el primogénito, el que inicia y perfecciona nuestra fe, como dice la Carta a los Hebreos. Y lo hace a través de un bautismo de sufrimiento, asumido en la cruz sin temor a la ignominia. Cristo no rehuyó el dolor, lo abrazó por amor.

Y nosotros, que hemos sido sumergidos en su cruz mediante el bautismo, que hemos alcanzado misericordia, estamos llamados a mantenernos firmes en medio de la persecución. La segunda lectura nos invita a resistir, no con nuestras fuerzas, sino con la gracia del cuerpo y la sangre de Cristo. El combate contra el mundo puede exigir incluso el derramamiento de nuestra sangre, si esa fuera la voluntad de Dios para la salvación de los pecadores y el bien de todos los hombres.

Hermanos, no temamos. El fuego de Cristo arde en nosotros. Que no se apague. Que no se enfríe. Que nuestra lámpara esté encendida cuando llegue el Señor. Porque en ese fuego está nuestra salvación. 

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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