Jueves 19º del TO
Mt 18, 21-19, 1
El perdón y la misericordia divina
Queridos hermanos, llegará
el día del juicio, y si somos acusados por nuestra falta de misericordia, no
tendremos excusa. ¿Cómo podríamos justificar nuestra dureza de corazón, después
de haber sido tratados con tanta bondad por el Dios de la misericordia? Porque
el perdón cristiano no es una simple formalidad: es una restitución, una
respuesta viva al amor gratuito que hemos recibido de Dios en Cristo. Es
devolverle, con nuestras obras, la misericordia que Él ha derramado sobre
nosotros.
Basta una mirada al
Antiguo Testamento para contemplar la obra de Dios cuando se acerca al corazón
del hombre. En el Génesis leemos: “Caín será vengado siete veces, mas Lamec lo
será setenta y siete” (Gn 4, 23-24). ¡Qué misterio! La misericordia de Dios crece
en proporción, superando siempre la maldad del hombre. Pero es con la irrupción
del Reino en Cristo que el corazón humano queda verdaderamente inundado por el
torrente de la misericordia divina. Jesús lo proclama: “No te digo hasta siete
veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). ¡Infinita misericordia!
¡Inagotable perdón!
En el Evangelio, el Señor
nos enseña: “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y
si peca contra ti siete veces al día, y siete veces vuelve a ti diciendo: ‘Me
arrepiento’, le perdonarás” (Lc 17, 3-4). La primera condición del perdón “entre
hermanos” es el arrepentimiento. Porque a la ofensa, ha precedido la
misericordia. Dios los ha amado y perdonado primero. Y esa misericordia
recibida obliga, en justicia, al arrepentimiento y al perdón. Mateo lo subraya
con fuerza (Mt 18, 15-17): quien no perdona, se separa del seno de la comunión,
que es el hogar de la misericordia.
La segunda característica
del perdón es la de ser ilimitado. Pedro, con su espontaneidad, cree que
perdonar siete veces es ya mucho. Pero Jesús le responde: “No te digo hasta
siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). ¿Por qué? Porque
así es como Dios te perdona cada vez que se lo pides. ¿Y para qué, si no, te ha
sido dado el Espíritu Santo, sino para que seas misericordioso como tu Padre
celestial?
Cuando alguien se acerca y
dice “perdón”, es Dios mismo quien, por su gracia, se presenta en quien se
humilla. ¿Cómo rechazar esa gracia de conversión? ¿Cómo negar el perdón a quien
Dios ha tocado? ¿Cómo negar el perdón siete veces al día, si el justo también
cae siete veces y necesita la misericordia cotidiana de Dios?
Hemos escuchado la
parábola del siervo sin entrañas. Y el Señor concluye: “Esto mismo hará con
vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro
hermano” (Mt 18, 35). Porque Dios te ha perdonado mucho más. Y cuando tú
perdonas, no solo acoges a Dios: actúas como Él. Realizas sus obras. Dios mismo
actúa en ti. Das testimonio de su presencia, porque la misericordia es de Dios.
El que es perdonado, recibe el amor de Dios y es evangelizado. Y esta es su
voluntad: “Misericordia quiero” (Mt 9, 13; 12, 7; Os 6, 6).
El perdón gratuito de Dios
es amor, y ese amor engendra más amor. Perdonando, justificas al otro, lo
regeneras, lo salvas. Destruyes en él la muerte y el mal. Y no solo eso: el
perdón es universal. No se limita a los hermanos, sino que alcanza incluso a los
enemigos. El amor y el perdón hacia ellos no requieren su arrepentimiento
previo. Hay que amarlos aun en su obstinación. Negarles el perdón es apartarse
de la filiación divina.
Jesús lo dice claramente:
“Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos
de vuestro Padre celestial” (Mt 5, 44-45). Y añade: “Si perdonáis a los hombres
sus ofensas, os perdonará también vuestro Padre celestial; pero si no
perdonáis, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15).
Así pues, hermanos, cuando
digamos: “Padre, perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros hemos perdonado
a los que nos han ofendido”, que no sean palabras vacías. Que sean verdad. Que
sean vida. Que sean misericordia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario