La Asunción de la Virgen María en Éfeso
Hace ya más de un siglo, el Señor quiso confiar a la beata Ana Catalina Emmerick una serie de revelaciones profundas y conmovedoras sobre la vida de Jesucristo y de su Santísima Madre. En sus visiones, la beata contempló con claridad el lugar donde María pasó los últimos años de su vida terrenal: una humilde casa en Éfeso, rodeada de naturaleza y silencio. Al principio, nadie creyó en aquella revelación. Pero con el paso del tiempo, arqueólogos decidieron investigar... y encontraron, en efecto, las ruinas de aquella casa, con signos que hablaban por sí solos.
Después de la Ascensión de Jesús, María vivió un
tiempo en Jerusalén. Cada día recorría el camino del Calvario, reviviendo en
oración los pasos de la Pasión de su Hijo. Era su forma de acompañarlo aún
desde la tierra, de abrazar con amor el misterio de la redención. Pero tras la
muerte de Esteban y la dispersión de los cristianos, san Juan —a quien Jesús
había confiado el cuidado de su Madre— la llevó consigo a Éfeso, a una casa que
poseía en una colina conocida como la de los Ruiseñores.
Allí, en ese rincón de paz, María vivió sus últimos
nueve años. Subía cada día hasta la cima de la colina, marcando con piedras las
estaciones del Vía Crucis, como si quisiera dejar grabado en la tierra el
camino del amor que su Hijo había recorrido. Vivía con una dulce nostalgia del
cielo, deseando reunirse con Él, pero aceptando con ternura la voluntad del
Padre. En esos años, su misión era sostener a los apóstoles, animarlos,
consolarlos. San Juan la visitaba con frecuencia, y también los demás discípulos,
que le contaban sus luchas y esperanzas. Ella los escuchaba con corazón de
madre, y les regalaba palabras que sanaban el alma.
San Juan Damasceno, en una narración del siglo VII,
recoge con emoción estos momentos. Y ante esta tradición, muchos se preguntan:
¿por qué entonces está en Jerusalén la Basílica de la Dormición? ¿Dónde se
durmió realmente en el Señor la Virgen María?
La historia cuenta que, durante aquellos años en
Éfeso, María sentía una profunda añoranza por Jerusalén. Quiso volver, y allí
enfermó gravemente. Los cristianos, viendo que su partida se acercaba,
prepararon un sepulcro, el mismo que hoy se venera en la Basílica de la
Dormición. Pero, contra todo pronóstico, María recobró las fuerzas y regresó a
Éfeso, donde finalmente el Señor la llamó a su encuentro eterno.
Cuando llegó ese momento, los apóstoles se reunieron
y la sepultaron en lo alto de la colina de los Ruiseñores. San Juan Damasceno
describe aquel funeral con palabras que acarician el alma:
“No hubo cristiano que no viniera a llorar junto a
su cadáver, como si de la muerte de su propia madre se tratara. Su entierro
parecía más una procesión pascual que un funeral. Todos cantaban el Aleluya con
la más firme esperanza de que ahora tenían una poderosísima Protectora en el
cielo. En el aire se percibía el olor de suavísimos aromas, y a cada uno le
parecía escuchar música armoniosa.”
Pero el apóstol Tomás no había llegado a tiempo. Al
enterarse, pidió a Pedro que lo llevara al sepulcro para dar un último beso a
aquellas manos que tantas veces lo habían bendecido. Pedro accedió, y todos
caminaron juntos hacia el lugar. Al acercarse, volvieron a sentir aquel perfume
Abrieron el sepulcro... y lo que encontraron fue un
lecho de flores hermosas. El cuerpo de María ya no estaba. Jesucristo había
venido, había resucitado a su Madre Santísima y la había llevado consigo al
cielo.
Eso es lo que llamamos la Asunción de la Virgen.
Y uno se pregunta, con el corazón en la mano: ¿quién
de nosotros, si tuviera el poder del Hijo de Dios, no habría hecho lo mismo con
su propia madre?
Esta entrañable narración se inspira en las visiones
de la beata Ana Catalina Emmerick, recogidas en el libro La casa di María
de Donald Carroll (Editrice Paoline, 2008).
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