Miércoles 20º del TO
Mt 20, 1-16
Llamados a la Viña del Señor
Queridos hermanos, muchos son los llamados a trabajar en la viña del Señor, pero todos estamos invitados a formar parte de ella. Cada uno a su hora, generación tras generación, porque el tiempo de Dios no es el nuestro, y su llamada resuena en cada corazón según el designio divino.
Esta vida, amados, podemos
verla como una jornada de trabajo. Y a esa jornada le corresponde una paga: no
la que merecen nuestras obras, sino una recompensa buena, apretada, remecida y
rebosante siempre superior, fruto de los dones que brotan de la bondad divina.
Porque Dios, que es justo, no se limita a nuestra justicia; la envuelve en su
infinita misericordia.
San Gregorio Magno nos
recuerda que somos los llamados de la hora undécima. Israel fue llamado antes,
por medio de profetas y enviados, pero no para un culto externo y vacío, sino
para una sintonía interior con el Señor. No en la materialidad de la letra,
sino en la radicalidad del espíritu. Por eso, el Señor insiste una y otra vez
en su predicación:
“Misericordia quiero y no
sacrificios; quiero amor, conocimiento de Dios más que holocaustos.”
Hay obreros de la primera
hora que, sin embargo, no están en sintonía con el corazón de Dios.
Contaminados por la avaricia, la envidia y el juicio, como aquellos que
salieron de Egipto, que vieron abrirse el mar, comieron el maná... pero no
entraron en la Tierra Prometida. El Evangelio distingue entre llamados y
elegidos. Y es cierto: no fueron contratados aquellos que no estaban en el
lugar de la llamada, estando desempleados. San Juan Crisóstomo afirma que Dios
llama a todos desde la primera hora, y ofrece a todos la misma paga de la
salvación eterna. Pero muchos viven fuera de su realidad, ajenos al momento en
que Dios los busca. Y por ello, pierden la oportunidad de afrontar las
penalidades del día bajo el amparo y la seguridad de la viña. Algunos no
supieron valorar ni agradecer ese don.
El Señor es bueno. Llama a
trabajar en su viña y provee lo necesario sin pensar en sus intereses, aunque
nuestros méritos no estén a la altura. Eso, hermanos, es amar: hacer del bien
del otro nuestro único interés. Esa debe ser la intención profunda de nuestros
actos.
La justicia de Dios no
olvida la caridad. Él es justo y misericordioso, mientras que la justicia del
hombre, tantas veces, se ve contaminada por la venganza, la envidia y la
avaricia. Dios llamó a Israel en la justicia, y a los gentiles en la
misericordia. Él provee a las necesidades del corazón recto, pero no complace
las ansias del codicioso. ¡Cuán distintos son los caminos de Dios de los
nuestros!
San Pablo, movido por el
amor, no duda en privarse del sumo bien de estar con el Señor por el bien de
sus hermanos, porque ha encontrado a Cristo. Y sólo en Cristo nuestros caminos
pueden coincidir con los de Dios, que se ha manifestado amor, y nos conduce al
encuentro con los hermanos.
En la Eucaristía, culmen de nuestra relación con Dios, nuestro “yo” se disuelve en un “nosotros”. Y podemos llamar a Dios: Padre... pero Padre “nuestro”. Junto al don de la filiación divina adoptiva, hemos recibido el de la fraternidad humana. Quedamos incorporados al cuerpo eclesial, unidos mutuamente, regidos por Cristo, nuestra cabeza, en Dios.
Que así sea.
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