La Transfiguración del Señor
2P 1, 16-19; Lc 9, 28-36.
“Escuchar al Hijo Amado”
Queridos hermanos, en esta celebración
litúrgica, la Iglesia, en actitud expectante, contempla el cumplimiento
definitivo de la profecía de Daniel (7, 9-10.13-14). Cristo la ha revelado anticipadamente a
sus discípulos en la montaña, como lo testifica el apóstol Pedro en su segunda carta (1, 16-19).
Esta visión no es simplemente un acontecimiento del pasado, sino una luz que se
enciende en nuestro presente, avivando la esperanza y fortaleciendo la fe en
aquel que es la Palabra viva. Hoy, nos disponemos a escuchar al Hijo amado,
revelado por el Padre como el Profeta anunciado a Moisés en otro monte:
“Escuchadle para tener vida” (Dt 18, 15).
La tienda en el desierto: símbolo de
encuentro y de esperanza
Recordemos la historia de Israel, rescatado de
la esclavitud de Egipto. Al caminar por el desierto, habitando en tiendas,
Israel experimenta una dependencia absoluta de la Providencia divina. Evocando
el tiempo, en el cual los caminos de Dios y del pueblo coincidían; tiempo de la
comunión y de la cercanía con Dios; recuerdo entrañable idealizado y añorado,
que se unía a la alegría de la recolección. Allí, donde los caminos humanos coinciden
con los caminos de Dios, nace la Fiesta de las Tiendas, “Sucot”. Fiesta,
colmada de luz, música y danzas, que recoge el gozo de la conversión, del
perdón recibido, y la abundancia de gracias. En ella, los judíos pernoctan en
cabañas, haciendo presente el Éxodo, la Alianza, y su compromiso de escuchar la
Palabra del Señor. Por eso Pedro, impactado por la manifestación de Cristo en
el monte, exclama: “Hagamos tres tiendas”, anhelando permanecer en esa “tradición”
que transforma.
El monte y la Alianza: lugar de
revelación
El monte es el espacio sagrado donde la Palabra
se manifiesta. Moisés y Elías, figuras de “la ley y los profetas”, evocan el
desierto, la Alianza, y la fidelidad. La nube luminosa nos recuerda la
protección divina, mientras el rostro resplandeciente de Cristo, como el de
Moisés, anuncia una nueva y definitiva revelación. La voz del Padre resuena en
este contexto, y en ella se revela el misterio: Jesús es el verdadero Moisés,
el Profeta que todos debemos escuchar si queremos permanecer en el Pueblo de
Dios (cf. Hch 3, 22-23).
La bendición universal en Cristo
Dios inició un acercamiento progresivo al ser
humano, comenzando con Abrahán y la promesa de una bendición para todos los
pueblos. Esa promesa alcanza su plenitud en Cristo, quien ha puesto su tienda
entre nosotros, no por un tiempo, sino para siempre. Él es el Siervo sostenido
por Dios, el Elegido, el Hijo amado en quien el Padre se complace (cf. Is 42,
1; Lc 9, 35). En Él, la muerte es vencida y la bendición se derrama sobre toda
la tierra.
Nuestro caminar: escuchar, acoger,
celebrar
Así como Moisés condujo al pueblo al encuentro
con Dios en el Sinaí, Cristo nos guía hoy por nuestro propio desierto, por los
desafíos de nuestra existencia. Nos acompaña con la consolación de las
Escrituras, y nos invita a acoger su Palabra. En la Eucaristía, nos unimos a
Él, sabiendo que “escucharle” no es solo oír, sino disponerse a seguirlo, a
vivir y a amar como Él.
Que esta celebración nos haga renovar nuestra
disposición interior: escuchar al Hijo amado, poner nuestra tienda en su
presencia, y caminar con esperanza hacia la tierra prometida que no conoce
ocaso.
Amén.
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