Jueves 20º del TO
Mt 22, 1-14
El Banquete del Reino
Queridos hermanos, el sentido profundo de nuestra existencia, para quienes hemos conocido al Señor, no es otro que alcanzar la bienaventuranza del banquete de bodas. A ese banquete eterno se nos invita por medio del anuncio de los enviados, los profetas, los apóstoles, los testigos de la fe. Pero ¡atención! Nuestra llamada puede ser alienada, distorsionada, si la reducimos a lo inmediato, si achatamos nuestra vida espiritual y despreciamos la que se nos ha ofrecido y dado por el Espíritu Santo. Así nos hacemos indignos, como aquellos primeros invitados de la parábola: los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo, a quienes el Señor dirige en primer lugar su enseñanza.
La parábola, sin embargo,
no se detiene ahí. El foco se desplaza hacia el traje de bodas, esa vestidura
necesaria para participar en la fiesta. Y nos sorprende, ¿verdad? ¿Cómo puede
haber tal exigencia después de una invitación tan generosa, tan indiscriminada?
¿No fueron llamados buenos y malos, gente de toda condición? ¿Por qué,
entonces, se exige una vestidura especial?
La clave está en que ese
traje no se compra, no se gana, no se fabrica por mérito propio: se ofrece
gratuitamente al ingresar a la fiesta. Es figura de la fe, ese don precioso que
Dios nos concede, pero que exige nuestra respuesta libre. Por la fe entramos al
banquete mediante el bautismo, y recibimos además el Espíritu Santo, que —como
enseña san Pablo en la carta a los Romanos (Rm 5,5)— derrama en nuestros
corazones el amor de Dios.
Ese amor, hermanos, es el
traje de bodas. Así lo afirma san Gregorio Magno: el traje de bodas es la
Caridad. Sin ella, podemos estar dentro, sí, pero indignamente. Podemos ser
llamados “amigos” por el Señor, y sin embargo no participar verdaderamente de la
fiesta, porque hemos perdido la Caridad, que es la fiesta misma.
Solo el pecado, que nace
de nuestra libertad, puede despojarnos de ese amor. Al pecar, rechazamos la
amistad divina, nos hacemos indignos de su invitación, como aquellos primeros
invitados o como aquel que fue hallado sin el traje festivo.
Miremos a Saulo, que
encontró a Cristo y lo puso en el centro de su vida. Su vivir, su fortaleza, su
todo es Cristo. Lo demás lo considera pura añadidura. Que su ejemplo nos
interpele.
Hoy, al acercarnos a las
bodas del Cordero en la Eucaristía, revisemos las vestiduras de nuestro
corazón. ¿Estamos revestidos de Caridad? ¿Nos hemos dejado transformar por el
Espíritu? Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.
Que así sea.
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