Santa Teresa Benedicta de la Cruz
Os 2, 16-17.21-22; Mt 25, 1-13
Vigila el que espera. Espera el que ama.
Queridos hermanos:
Hoy,
la Palabra nos llama con fuerza a la vigilancia. Nos invita a estar en vela, no
por temor, sino por amor, porque el Señor está cerca. Su llegada es tan
imprevisible como segura. Vendrá, y no tardará. ¿Estamos preparados para
recibirlo?
La
parábola de las vírgenes nos enseña que no basta con permanecer despiertos
físicamente, pues todas se durmieron. Lo esencial es tener un corazón que vela,
como el de la esposa del Cantar de los Cantares: “Dormía, pero mi corazón
velaba; escuché la voz de mi amado que llamaba”. Es el amor el que mantiene
despierto el corazón. Es el amor el que sostiene la esperanza cuando todo
parece perdido. Es el amor el que convierte la espera en vigilancia y la
promesa en certeza.
Dichosos
los que esperan con amor, porque se acerca la unión definitiva con el Señor. Él
transfigurará nuestros cuerpos frágiles, nos unirá a Él, y estaremos siempre
con Él. Esta es nuestra esperanza, esta es nuestra gloria.
El
objeto de nuestra vigilancia está personificado en la Sabiduría, que san Pablo
identifica con Cristo, constituido “sabiduría de Dios” para nosotros. Pero
aunque el corazón esté dispuesto, la carne es débil. Se deja seducir por lo
inmediato, rehúye el sufrimiento, y por eso necesitamos el discernimiento que
solo la Sabiduría puede dar al que ama.
La
vigilancia, entonces, no es pasiva. Es una tensión viva entre carne y espíritu,
entre lo inmediato y lo eterno, entre el amor y el olvido. Solo el amor
previsor puede gobernar esta lucha. Solo él ilumina el corazón, aviva la
esperanza y se sostiene en la sobriedad.
Como
proclamamos en el Adviento: vigila el que espera, y espera el que ama. El amor
es la carta de ciudadanía que abre las puertas del Reino. Es el único
conocimiento del Señor que nos permite ser reconocidos por Él. Hemos recibido
una invitación a las bodas, y de cómo la valoremos dependerá nuestra
disposición para acogerla, desearla y defenderla con nuestra vida.
Hoy
celebramos esa alianza de amor que significan las bodas.
Esta
celebración se vive profundamente en la Eucaristía, donde el Esposo, la Esposa
y los invitados se encuentran en la expectativa del banquete. En medio de la
alegría, la amistad y el amor, surge espontáneamente la tensión gozosa de la
vigilancia.
Por
eso, con el corazón encendido, clamamos: ¡Ven, Señor Jesús! Que pase este
mundo y que venga tu Reino. ¡Anatema sea quien no ama a Cristo!
Que así sea.
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